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lunes, 4 de octubre de 2021

La justicia es un bien esencial en cualquier Estado y, en ese sentido, el Estado no puede mantenerse ajeno a la solución adecuada y oportuna de los conflictos entre particulares y de sus necesidades. La justicia es presupuesto para lograr los demás fines del Estado, pues es el canal adecuado para dotar de dignidad la vida en sociedad. El acceso a la justicia es el primer derecho de las personas, en cuanto sirve para hacer valer todos los demás.

Por esas razones, la justicia no es simplemente un servicio esencial que ha de garantizarse a todos por igual, sino un propósito de país. El más elevado de todos.

Los gobiernos no pueden aspirar simplemente a poner en funcionamiento un sistema al que todos puedan acceder cuando así lo quieran (cosa que -por demás- no se cumple) sino que, además, deben hacer su mejor esfuerzo para propiciar que todos los conflictos sociales y todas la necesidades legales se canalicen a través de la justicia. Un país no puede darse el lujo de permitir la acumulación sin solución -a espaldas de la justicia- de cientos de miles de conflictos que se presentan año a año entre las personas.

En ese sentido, la meta de la justicia no estaría en resolver los casos que ingresan al sistema, sino, especialmente, los casos que nunca llegan a sus oídos.

El problema más serio y delicado está en los conflictos o necesidades que nunca llegan siquiera a presentarse ante los jueces, pues esos constituyen el tamaño del problema real de la sociedad. Son la fiel representación de la fractura social y de las miles de personas que se sienten ajenas a las instituciones y prefieren hacer justicia por su propia mano o simplemente perder toda esperanza de reparación de su daño personal.

Por esa razón, mirar la justicia como un servicio público esencial, es insuficiente. La meta no está solo en llevarle la justicia a quien la requiera, sino en procurar que todas las situaciones que merecen la intervención de la justicia logren efectivamente llegar a ella y encontrar allí una solución oportuna.

No basta con crear las acciones judiciales (como si la sola ley hiciera milagros) y quedarse detrás del mostrador para ver quién quiere venir a usarlas. Es preciso entender la justicia como el mejor vehículo para reunir a la sociedad bajo un solo manto y apalancar el desarrollo social y económico.

Para pasar de la justicia reactiva a la justicia proactiva, no basta con seguir hablando de la prevalencia de lo sustancial sobre lo procesal, sino que es necesario derrumbar o darle un nuevo contenido a los malentendidos principios de justicia rogada y verdad procesal. Hay que darle un final digno a la escuela procesalista que ha prevalecido durante toda una generación en la que se impone a la parte actora una serie de cargas y ritualidades absurdas, y se impide que el juez entre desde el comienzo a buscar la verdad real de la controversia. Habría que eliminar las barreras de entrada que restringen el acceso al sistema a millones de personas, especialmente a grupos con menos información, menos recursos o que viven en zonas apartadas.

Lo ideal es construir una justicia para la gente y no para los abogados, simplificando los procedimientos y eliminado el lenguaje rimbombante que se usa para crear jerarquías y distancias. Cualquier persona con un nivel básico de conocimientos debería poder leer y entender una ley que regula un procedimiento o una sentencia, pues el primer objetivo del sistema debería ser el de estar a la mano de todos, para promover su utilización.

Al final, se impone un cambio de paradigma para salirse de la idea de una justicia pasiva, y pasar a una justicia como política pública, con un marco de acción, unas metas y unos indicadores claros, que permitan hacer un seguimiento gerencial.