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martes, 4 de junio de 2019

En Colombia la mayoría de los casos judiciales se demora tanto tiempo en resolverse que cuando al fin se emiten las sentencias, estas resultan inocuas o con efectos muy limitados para las partes y para la sociedad, ya sea porque las partes simplemente han dejado de existir, o porque no mantienen los mismos intereses originales, por el cambio de sus circunstancias.

Así, por ejemplo, la decisión final respecto del tercer canal de televisión, después de varios años entre tutelas, nulidades, recusaciones, lobby y presión mediática, terminó saliendo cuando ya resultaba inútil, pues la entrada de Netflix, Youtube y otros proveedores de contenidos había generado un cambio tan profundo en la estructura y el funcionamiento de los mercados audiovisuales, que resultaba indiferente lo que el Consejo de Estado tuviese para decir.

El colega Juan Carlos Gómez mencionó en su última columna en El Espectador que acaba de salirle un fallo en un caso de nulidad interpuesto en 2005 contra una decisión administrativa que involucraba operadores de telecomunicaciones que hoy en día ni siquiera existen en el mercado. ¿Ya para qué?

Nuestra justicia necesitó más de 10 años de litigio para tener por probado lo que ya nadie en el mundo científico discutía - el hecho de que el asbesto es dañino para la salud humana-, y para prohibir su uso, cuando en Europa está prohibido hace más de 30 años.

Hay casos donde la demora de la justicia incluso da vergüenza. Recientemente el juez a cargo de la investigación del magnicidio de Álvaro Gómez ordenó la reconstrucción de la escena de los hechos con intervención de testigos. De no creérselo. Tal vez nosotros estamos ya penosamente acostumbrados a la lentitud de la justicia, pero supongo que un extranjero no quedaría menos que estupefacto al saber que un proceso judicial de importancia nacional lleva más de 24 años sin resolverse (y los años que faltan) y que, encima, ahora se ordena una prueba de reconstrucción de la escena del crimen, cuando muchos testigos ya no existen y otros tendrán una memoria apenas marginal de lo ocurrido.

Más allá de ciertos casos emblemáticos, miles de casos toman años en resolverse a pesar de que son idénticos a otros casos ya fallados, o a pesar de que no requieren realmente la práctica de pruebas, pues son discusiones eminentemente jurídicas. Otros muchos pasan años archivados en los despachos esperando el turno para fallo no obstante que el juez ya tiene clara su postura desde el cierre del debate probatorio.

En ningún caso es aceptable la demora, cualquiera su cuantía o su naturaleza, ni siquiera en aquellos donde se van causando intereses de mora a favor del demandante. El hecho de que las pretensiones del demandante se mantengan monetariamente actualizadas por efecto de la indexación y los intereses, no compensa en su totalidad el daño que genera para el usuario del sistema judicial y para la sociedad misma el tener que someterse a tan inclemente espera, en medio de un ambiente de alta inseguridad jurídica y a costa de muchas oportunidades que se pierden y no se pueden recuperar.

Naturalmente, las circunstancias de tiempo, modo y lugar varían con el paso del tiempo y por ello las sentencias que llegan demasiado tarde, necesariamente les roban a sus beneficiarios (demandantes o demandados) oportunidades irreparables, que afectan no solamente su bolsillo, sino su calidad de vida y la de sus dependientes. Todo esto en cadena, resulta afectando a toda la sociedad, pues la falta de una justicia buena y pronta le resta competitividad al país frente a otras naciones donde la justicia sí funciona. Esto, sin hablar del factor inmaterial, es decir de la perdida de la tranquilidad emocional que subyace a cada conflicto judicial y que en el agregado va sumando en la columna del debe de la paz colectiva.