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lunes, 3 de septiembre de 2018

Uno de los mensajes más repetidos en los foros empresariales es el de la imperiosa necesidad de disminuir los elevados niveles de inseguridad jurídica que agobian a la empresa privada y a todos los colombianos. En muchos casos, esas rotundas palabras son pronunciadas incluso por los mismos funcionarios del Estado, quienes de buena fe se muestran preocupados por el problema, olvidando que con frecuencia la inseguridad jurídica es creada o mantenida por la forma misma como actúa el estado.

Ciertamente, si nos metemos en la maraña de su estructura y funcionamiento, vamos a encontrar que el Estado es el principal generador de inseguridad jurídica del país. Claro, cabe responsabilidad sobre los abogados leguleyos que le encuentran el lado flaco a la norma, enredando o dilatando los trámites, o sobre los funcionarios burócratas, más amigos de buscar problemas que soluciones. También hay factores más estructurales que provocan la inseguridad jurídica, como la mala calidad de la justicia, o la corrupción, que aleja las decisiones judiciales o administrativas de la línea doctrinal consolidada. Sin embargo, el factor real y determinante en la producción del halo de inseguridad jurídica que empaña trasversalmente a la justicia y a la administración pública está en el comportamiento del Estado, que permanentemente está generando incentivos expresos o tácitos para la inseguridad jurídica.

Digo esto porque, metiendo el dedo en la llaga, es claro que los gobiernos se han venido acostumbrando a usar el sistema judicial como mecanismo de financiación. En todos los niveles del Estado existen directrices o indicaciones para hacerse el de la vista gorda frente a las solicitudes de pago de obligaciones ciertas y claramente exigibles, y así ganar tiempo, evitando la afectación inmediata de los presupuestos en curso. Comúnmente al ciudadano que tiene un derecho, en vez de pagarle de inmediato lo que le corresponde, se le recomienda “meter una tutela”, lo que solo sirve para congestionar innecesariamente los despachos judiciales.

Y el problema no está solo en la acción de tutela. Miles de procesos ordinarios laborales, civiles y comerciales se entablan a diario porque el funcionario de turno no tuvo el carácter de cumplir cabalmente sus funciones y ordenar el pago inmediato de algo a lo que claramente se tiene derecho, sencillamente porque para ese funcionario mediocre es más fácil esperar a que un juez lo ordene, que correr el riesgo disciplinario de asumir la decisión por sí solo.

La mayoría de los tribunales de arbitramento y proceso judiciales ordinarios que pierde el estado colombiano no se pierde necesariamente por una mala defensa jurídica, sino por consistir en reclamos sobre sumas claras e indiscutibles que incluso el estado de antemano sabe que debe y las cuales no paga solamente para ganar tiempo y para salvar responsabilidades.

La cuestión no es que los gobiernos busquen mecanismos para aliviar su carga presupuestal de alguna forma, sino que han encontrado la forma más dañina de todas pues atenta contra la esencia de un estado moderno, que es la credibilidad y la confianza del ciudadano. En efecto, al obligar a los particulares a tener que acudir innecesariamente ante la justicia -un sistema ya de por sí demorado, engorroso y costoso-, para reclamar sus derechos legítimos, se deteriora gravemente la credibilidad en el sistema, que es ni más ni menos pilar de la gobernabilidad.

Así el colombiano, con el paso de los trámites, se va enterando que en este país no hay derechos claros y va perdiendo la inocente confianza en el gobierno y también en los jueces, pues estos últimos al verse atiborrados de pleitos evitables, se demoran cada vez más en producir las esperadas sentencias.