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lunes, 18 de enero de 2021

En Colombia existe una vieja “tradición” de producir leyes por montón. Aún en los años en que no hay necesidad de acudir a los estados de excepción, que facultan al Gobierno a expedir unilateralmente normas con fuerza de ley, salen del Congreso cerca de 100 leyes anuales en promedio, muchas de ellas innecesarias.

Tenemos la creencia de que todos los problemas de la vida en sociedad hay que afrontarlos con una ley. Y “creencia” es la palabra correcta, porque casi que es un asunto de fe. Ponemos en la ley todas nuestras esperanzas para encontrar el remedio mágico, olvidando que sacar una ley es apenas el comienzo en el largo camino de trasformar un comportamiento colectivo.

Sabemos de sobra conjugar el verbo expedir, pero no tenemos mayor idea de cómo hacer correctamente lo que viene luego: ejecutar y hacer valer la norma. Tal vez tenga que ver con que en el idioma castellano no exista un sustituto exacto de la palabra “enforcement”.

El uso abusivo y excesivo de la ley genera un efecto inflacionario, como en la economía, en donde se pauperiza el valor de cada ley, al punto que muchas no tienen ningún efecto real y solo están ahí incluidas dentro del ordenamiento jurídico a manera de decoración. Y aunque parezca cómico, ello ciertamente conlleva un daño incalculable, pues la pérdida de valor de la ley es con causa estructural del problema de inseguridad jurídica y deterioro del estado de derecho.

Hay leyes emblemáticas como la ley 100, el Código Civil o el Código de Comercio, pero hay también leyes inútiles o absurdas, como la ley 62 de 1887 que prohíbe la “importación” de ciudadanos chinos, el Código Político y Municipal el cual ordena que los decretos de los alcaldes deben ser comunicados a timbal, la ley que prohíbe la comercialización de sal de La Guajira en la región caribe o la norma que prohíbe la mendicidad.

El efecto inflamatorio del poder legislativo llega a su punto más delicado con la utilización de los estados de excepción, que facultan al Gobierno para arrogarse la función legisladora sin tener que pasar por el Congreso de la República, lo que impone un estrés extremo sobre el principio de equilibrio de poderes.

Durante el estado de excepción decretado por el Gobierno para hacer frente a la pandemia del covid-19 el Gobierno expidió casi 200 decretos, la mayoría de ellos con fuerza de ley. Así, desde el Palacio de Nariño se produjeron más leyes incluso que todas las que se producen anualmente en el Congreso, lo que, entre otras, generó una sobrecarga extraordinaria en el trabajo de revisión de la Corte Constitucional, por virtud del control constitucional pleno y automático.

Ya desde la dictadura romana, máximo referente de la figura del estado de excepción, se tenía claridad sobre el riesgo que conlleva la concentración de poderes extraordinarios en cabeza de una sola persona, razón por la cual no podía extenderse por un lapso mayor a seis meses y estaba sometido a otros controles rigurosos.

Aunque en el caso del covid-19, la utilización del estado de excepción estaba del todo justificada, es innegable que muchos de los decretos legislativos incluyeron medidas casi rutinarias que estaban cobijadas bajo las funciones ordinarias del Ejecutivo, y más que nada sirvieron para aumentar la maraña normativa y agregar mayor profundidad al estado avanzado de desvalorización de la ley.

Es importante hacer un alto en el camino y volver a concebir la ley como un mecanismo excepcional al que se acude para dar saltos cualitativos fundamentales en el estado del arte de un campo o un asunto de alta trascendencia y siempre como el último recurso al que sólo se acude si no existe otra manera efectiva de producir los mismos efectos dentro del marco de facultades ordinarias del Ejecutivo. Así, podremos volverle a dar valor a la ley y recuperar la legitimidad y la capacidad para hacerla valer.