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lunes, 23 de agosto de 2021

La idea básica de que las personas son titulares de derechos no es un concepto obvio, ni ha estado siempre presente en la historia de la humanidad. Por esa razón, vale la pena hacerse las siguientes preguntas: ¿Cómo funcionaba el hombre en comunidad antes de que existiera la idea del derecho? ¿Era todo caos o anarquía, o existía -en todo caso- cierto sentido sobre los límites al comportamiento propio o un criterio de respeto por el otro? ¿El vacío del derecho lo llenaba la ética?

Aunque a la luz de la concepción iusnaturalista ciertos derechos fundamentales están ligados a la naturaleza humana y son anteriores al derecho escrito, se podría decir que el concepto concreto y palpable de que las personas que viven en una comunidad son titulares de ciertos derechos surge en los tiempos de Pitágoras, cuando se dio forma a la noción de ciudadanía.

Ciertamente, en la Grecia del Siglo V a.c., se empieza a hablar de derechos para referirse a los privilegios o a las connotaciones asociadas a la calidad de ciudadano, por oposición a la situación de los extranjeros o los esclavos. En ese sentido, el concepto de derecho nace como una consecuencia de la existencia del Estado, pues es el Estado el que tiene el poder para reconocer y hacer valer los derechos en cabeza de cada ciudadano. Sin Estado no hay derecho, y sin derecho no hay Estado.

Entendiendo los derechos de esa forma, como beneficios o privilegios materializables de forma concreta, es difícil suponer un hombre titular de derechos sin un Estado que los provea o los haga valer. De hecho, de ahí surge la idea de justicia, como un bien público que monopoliza el Estado y que se ofrece a los ciudadanos en igualdad de condiciones.

Pero, retornando a la pregunta del comienzo, sobre ¿Cómo hacían las comunidades para organizarse cuando aún no había un Estado, cuando no existía el concepto de ciudadano, ni existía la idea del derecho? Vale la pena mirar las ideas del filósofo australiano Peter Singer. Este académico, en su libro Liberación Animal al referirse a los derechos de los animales, hace reflexiones muy interesantes que sirven para desmenuzar el concepto de derecho, en contraste con el de la ética.

Sostiene el autor que los animales tienen derechos como los humanos, pues, aunque no hablan ni razonan, sí tienen intereses, especialmente tienen un interés instintivo de no sufrir. Así, el hombre, basado sólo en su propia moral y sin tener que acudir a criterios jurídicos, debe procurar ciertos comportamientos frente a los animales, porque tiene consciencia de que ellos tienen el interés de escapar al sufrimiento. Más allá de la discusión sobre el comportamiento de los hombres frente a los animales, lo que me llama la atención es la construcción conceptual que Singer hace para poner de relieve que todo comportamiento humano tiene un límite que está marcado en el deber moral de no traspasar la frontera de los intereses ajenos. Bajo este enfoque, me parece que Singer concibe una forma de organización que no apela a criterios jurídicos, lo cual es interesante.

Como es obvio, toda comunidad humana es un escenario de interacción de múltiples intereses y, por ello, extrapolando las ideas de Singer, sería concebible un orden social que no tuviera que basarse en normas jurídicas, ni en categorías propias del derecho. Un orden social basado en el respeto por los intereses ajenos o, en otras palabras, en la convivencia armónica del interés propio con el interés ajeno.

Está reflexión no la hago para desdeñar la importancia indudable del derecho y su aporte a la humanidad, sino para desnudar su alcance y darle también mérito al poder que la ética tiene por sí misma en la construcción de sociedad.