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lunes, 13 de enero de 2020

Me pregunto (y les pregunto) si entre las muchas posibles reformas legales que a uno se le pueden ocurrir para mejorar este país, estuviésemos obligados a escoger una única reforma concreta, ¿cuál sería la elegida?

Me llegan a la mente muchas posibles respuestas, muchas algunas de las cuales ya he tratado en anteriores columnas. Una de ellas sería una reforma profunda al sistema de justicia. Una reforma que se olvide de los temas más taquilleros (las Altas Cortes, sus poderes electorales, los conflictos de interés de la Fiscalía, etcétera), y que se concentre en mirar la justicia desde la perspectiva del servicio al ciudadano, para buscar que se vuelva más eficiente y más cercana a la gente. Otra aspiración urgente y esencial que podría estar entre las finalistas de este concurso imaginario sería la de una reforma tributaria estructural que revise de principio a fin todo el andamiaje fiscal, para hacerlo más progresivo, equitativo y transparente.

Así mismo, una candidata obvia para ganarse el premio a la única reforma del año sería la relacionada con el sistema pensional. Es evidente que es necesario revisar todo el modelo desde su raíz para pasar de un sistema financieramente inviable e injusto, que afecta de manera más gravosa a los sectores más vulnerables, a un modelo verdaderamente sostenible en el largo plazo, que invierta completamente la pirámide dirigiendo las ventajas o subsidios exclusivamente a las personas de menores ingresos.

Bajo otro enfoque muy diferente y refrescante, otra medida de gran calado que podría calificar para estar en el top de las reformas nacionales sería de la de generar una política pública muy ambiciosa y agresiva para promover el emprendimiento y la innovación a lo largo y ancho del país y especialmente en las zonas más deprimidas y alejadas del territorio. Así, a la manera en que lo viene haciendo China con las startup digitales, el Estado podría localizar grandes cantidades de recursos y generar otro tipo de ventajas no económicas para provocar una ola de gran tamaño que convierta al país en un referente en el contexto latinoamericano en la promoción de condiciones óptimas para la generación de nuevas oportunidades de riqueza y empleo en los campos de la inteligencia artificial, las fintech, el big data, el internet de las cosas y los demás campos asociados al mejor aprovechamiento del entorno digital.

A pesar de la gran relevancia y potencia de todas estas posibles reformas, en la hipótesis de verme obligado a escoger una sola opción, me decido por una reforma muy diferente y muy concreta que creo extraordinariamente importante y urgente: La eliminación de raíz de la nefasta figura de la celebración de contratos estatales que benefician directa o indirectamente a aquellas personas que hicieron aportes a la financiación de las campañas políticas de los actuales gobernantes y otrora candidatos.

En un reciente informe de Transparencia por Colombia se concluyó que la tercera parte de los financiadores de las campañas terminan celebrando contratos con el Estado y que de dicha cifra 80% fueron adjudicados por contratación directa.

La financiación de las campañas políticas es un tema que está en la médula del sistema democrático y que nos obliga a reflexionar como sociedad para provocar un cambio profundo desde los cimientos del poder político, puesto que ello permea todas las demás estructuras institucionales. Por ello, para mi gusto personal, la gran campeona de las reformas urgentes es la prohibición a rajatabla y sin concesiones de ninguna índole de la entrega de contratos, directamente o por interpuesta persona, a financiadores de las campañas, lo cual posiblemente nos lleva a la necesidad de pensar también en un sistema de financiación exclusivamente público.