Por años, en Colombia hemos pensado el suelo rural como sinónimo de agricultura, ganadería, explotación de recursos naturales o conservación ambiental. Esa mirada ya no basta para dar cuenta de las transformaciones y necesidades del territorio.
La Ley 388 de 1997, al regular el ordenamiento territorial, no definió de manera precisa qué debe entenderse por usos compatibles o complementarios en suelo rural (art. 33). Este silencio ha sido interpretado en ocasiones como una omisión, pero, ¿y si se interpretara, más bien, como una oportunidad?
El artículo 287 de la Constitución consagra la autonomía territorial. Esa facultad permite a los municipios, dentro del marco legal, adaptar sus instrumentos de planeación a la realidad local. Algunos Municipios lo han hecho con alta visión estratégica, permitiendo que en suelo rural se desarrollen proyectos como vivienda campestre, turismo ecológico o equipamientos de baja densidad. Estos usos, lejos de desnaturalizar el campo, pueden revitalizarlo: atraen inversión, dinamizan la economía y ofrecen formas de habitar el territorio sin replicar los impactos urbanos.
En lugar de rechazar estas iniciativas por no encajar en un modelo tradicional de la ruralidad, vale la pena repensar como entender las nuevas dinámicas rurales con una mayor apertura. El Decreto 1077 de 2015 —Decreto Único Reglamentario del Sector Vivienda— reconoce que los municipios pueden autorizar usos compatibles, siempre que estén previstos en sus planes de ordenamiento. Esa posibilidad existe y puede usarse de manera correcta: no como puerta a la informalidad, sino como herramienta para ordenar, proteger y aprovechar el suelo rural.
Hoy por hoy, muchos municipios – y a veces entidades del Estado central – tienen una visión superficial o meramente formal de los usos compatibles y complementarios. En algunos casos, las autoridades se limitan a replicar categorías generales sin interpretar las dinámicas locales, lo que lleva a perder oportunidades de desarrollo legítimo. En otros casos, la falta de flexibilidad abre la puerta a intervenciones irregulares que no se ajustan al espíritu de un desarrollo de bajo impacto.
Esta debilidad conceptual se agrava por un control urbanístico limitado: muchas autoridades municipales carecen de capacidad técnica, herramientas o voluntad política para ejercerlo. Dadas estas dinámicas, se presentan no pocos casos de proyectos informales, decisiones discrecionales erradas y en última instancia un evidente costo por pérdida de oportunidad.
Una visión más amplia, apunta entonces por aceptar que por condiciones geográficas, económicas o sociales, hay suelo rural que ya no responde al modelo agrícola tradicional, pero puede tener un uso legítimo si se le orienta adecuadamente. Municipios con POT bien estructurados, con límites de densidad, exigencias ambientales y articulación con servicios, pueden marcar la diferencia y dinamizar mucha de la tierra improductiva del país. Así, este reto normativo y de planificación territorial, más que un asunto a contener, es una verdadera alternativa de desarrollo.
Quizás ha llegado el momento de ver los usos compatibles como una vía para integrar intereses privados y fines públicos, a partir de una lectura más abierta y flexible del suelo rural. La ausencia de una definición rígida no es una debilidad. Bien entendida, es una invitación a construir desde lo local, con criterio técnico y visión territorial, optimizando el uso de los espacios rurales para desarrollos de bajo impacto, sostenibles e integrados.
¿Quiere publicar su edicto en línea?
Contáctenos vía WhatsApp