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OPINIÓN

El abogado penalista y la dignidad del ejercicio de la defensa

11 de octubre de 2025

Juan Francisco Navarrete

Abogado penalista y procesalista en Navarrete Consultores
Canal de noticias de Asuntos Legales

Las recientes declaraciones del doctor Jaime Lombana, en las que sugiere que el ejercicio profesional de un abogado puede generar reservas frente a una aspiración política por haber defendido a personas vinculadas con investigaciones penales, merecen una reflexión seria sobre lo que representa ser abogado penalista en una sociedad democrática.

Más allá del nombre propio del colega al que alude, lo inquietante de tales afirmaciones es que provienen de un abogado que también ha hecho de la defensa penal su campo de acción. Expresarse en esos términos no solo contradice la esencia de la abogacía, sino que traiciona los fundamentos éticos sobre los cuales descansa el derecho de defensa.

El abogado penalista no puede ser identificado con los hechos o conductas de quien defiende. Su papel es garantizar que toda persona —sin importar la naturaleza del delito que se le impute o la opinión pública que pese sobre ella— sea juzgada bajo el pleno respeto de la presunción de inocencia, el debido proceso y el derecho de defensa, pilares sobre los que descansa el Estado de Derecho. Confundir al defensor con el defendido es, en sí mismo, un acto de ignorancia jurídica y una forma de
intolerancia política.

El ejercicio de la defensa penal no es una cruzada por la impunidad ni una práctica amoral; es un apostolado de garantías, una función social que busca equilibrar la relación entre el ciudadano y el poder del Estado, asegurando que la justicia se imparta con pruebas y no con prejuicios. Así lo ha recordado reiteradamente la Corte Suprema de Justicia al señalar que la defensa técnica constituye uno de los pilares esenciales del proceso penal y que su ejercicio no puede ser objeto de censura social o política.

Resulta paradójico y lamentable que abogados que han representado igualmente a ciudadanos y dirigentes procesados pretendan descalificar la legitimidad del ejercicio ajeno, como si el valor de la defensa dependiera del perfil del defendido. Si ese fuera el criterio, ningún penalista quedaría al margen de la sospecha, y con ello se anularía el principio mismo del derecho de defensa.

Conviene recordar —como lo expresó Ángel Osorio y Gallardo en El alma de la toga— que el abogado no es un mero técnico del derecho, sino un colaborador en la administración de justicia, un protector de los derechos humanos y un servidor de la verdad. Su lectura debería ser obligatoria para quienes, desde la tribuna o desde los medios, olvidan la dimensión ética y social que encierra nuestra profesión.

En cuanto a las declaraciones de otros juristas con militancia política que han hecho señalamientos similares, basta decir que carecen de representatividad gremial. Pero en el caso del doctor Lombana, su voz —por provenir del foro penal— hiere y traiciona profundamente el espíritu de la profesión, porque transmite la idea de que la defensa penal es una práctica sospechosa, y no una misión constitucional y social.

El debate público puede admitir diferencias ideológicas; lo que no puede aceptar es que se mancille la honra y la dignidad del abogado penalista, cuya labor —silenciosa, rigurosa y muchas veces ingrata— garantiza que la justicia no se convierta en venganza.

Reivindicar ese rol es hoy más necesario que nunca. Porque si se persigue o estigmatiza al abogado por defender, entonces lo que se debilita no es su reputación: es la justicia misma.

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