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viernes, 13 de octubre de 2023

La construcción, operación y expansión de los ferrocarriles no solo genera prosperidad, sino conexión y oportunidades.

Bien administrado, el transporte ferroviario es un motor de desarrollo y generador de bienestar.

Por esto, que Colombia descuidara y abandonara la operación de sus ferrocarriles es una de las grandes tragedias que nos dejó el siglo XX.

Con la liquidación de Ferrocarriles Nacionales de Colombia en 1991, Colombia pareció cerrar la puerta al transporte ferroviario, abandonando a su suerte la infraestructura que para entonces existía.

Así, salvo algunas excepciones, gran parte de los 3.500 kms de líneas férreas del país llevan más de 30 años abandonados, deteriorándose a la vista de todos, con muchos tramos ya irrecuperables.

Mientras Colombia pretendió cerrar la puerta al ferrocarril, el resto del mundo continuó viéndolo como un medio de transporte crucial y estratégico.

Así, países latinoamericanos como Chile, Argentina, México y Brasil hoy mantienen sus ferrocarriles suburbanos y regionales e insisten en su modernización.

Con el cambio de siglo, las dinámicas del comercio internacional revelaron la necesidad de establecer garantías internacionales para la adquisición de activos de alto costo.

Por esto, el 16 de noviembre de 2001 se celebró el Convenio de Ciudad del Cabo sobre garantías internacionales sobre elementos de equipo móvil.

En este convenio se establecieron mecanismos para asegurar los intereses de los acreedores en operaciones financieras sobre activos de alto costo.

De hecho, el convenio y su protocolo sobre cuestiones específicas de los elementos de equipo aeronáutico fueron ratificadas por Colombia con la Ley 967 de 2005.

Desde entonces, por el gran beneficio de sus condiciones, gran parte de las aeronaves operadas por Aerolíneas Colombianas han sido financiadas bajo las condiciones y garantías pactadas en la Convención de Ciudad del Cabo.

Siguiendo esta tendencia, el 23 de febrero de 2007, fue firmado el Protocolo de Luxemburgo a la Convención de Ciudad del Cabo, con el que se extendieron sus condiciones y garantías a la financiación de equipos ferroviarios.

En línea con su aparente renuncia a la actividad ferroviaria, Colombia no firmó ni ha ratificado el protocolo de Luxemburgo, que entró en vigor este año.

Lo cierto es que esta decisión puede resultar tan desafortunada como aquella de abandonar el ferrocarril.

En la última década, el interés de Colombia en la actividad ferroviaria ha resurgido y paulatinamente han sido publicadas algunas licitaciones para la construcción y operación de líneas ferroviarias.

Entre los nacientes proyectos ferroviarios, el de mayor notoriedad es el Metro de Bogotá, que es un ferrocarril ligero.

No firmar y ratificar el Protocolo de Luxemburgo supone, para el Metro de Bogotá y los demás proyectos ferroviarios, unas condiciones de financiación menos beneficiosas que las del Convenio de Ciudad del Cabo.

A la larga, interesa a todos nosotros que estos proyectos de infraestructura de alto impacto sean desarrollados en las mejores condiciones posibles, pues su fracaso sería catastrófico.

Sin duda, abrir de nuevo la puerta al ferrocarril fue el primer paso en la dirección correcta. Pero de nada sirve esta buena intención si no se garantiza condiciones económicas estables y seguridad jurídica para que los proyectos ferroviarios tengan éxito.

Para esto, es crucial que Colombia sea coherente con su nueva iniciativa y se haga parte de los acuerdos internacionales que garantizarían esas condiciones.