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jueves, 31 de octubre de 2013

Es lamentable cada noticia y cada hallazgo sobre las actuaciones de ciertos magistrados y funcionarios de la rama judicial.

Da coraje hacer un resumen de las múltiples maniobras que salen a la luz pública, y que revelan la negociación de providencias, los carruseles de pensiones, el tráfico de influencias, el empleo de la función judicial para el ejercicio de las propias razones, la impresentable “movilidad” de algunos magistrados entre distintas Cortes -como si ello fuera necesario por ausencia de aspirantes calificados para ocupar las vacantes que se producen-, las dádivas y el abuso genuino de poder.

Todas estas mañoserías estábamos acostumbrados a verlas -y seguimos- en el ejecutivo y lógicamente en el legislativo.

Sabíamos claramente que a una y otra rama del poder público se accede con el fin de “recobrar” los costos de la campaña y una vez verificado el retorno de la inversión, sacar alguna utilidad (caso del legislativo) o para “cobrar” favores políticos “prestándole un servicio a la Patria”, manejando contratos o sectores enteros del gobierno, con lo cual, además del rédito económico, se administraba una burocracia para bien del partido.  

Digo que a esto ya estábamos acostumbrados porque así ha sido nuestra historia reciente. Ocasionalmente un loco aceptaba un cargo público o llegaba elegido por voto popular al Congreso con el inusual propósito de servir y de acertar.

Los ejemplos son fáciles de recordar, porque basta tomar un listado cualquiera y preguntarse quiénes de los que lo integran no están judicializados, destituidos, huyendo, o convenientemente reintegrados al sector privado, en donde por regla general ejercen su condición de ex funcionarios públicos. Y a fe que la hacen valer.

Los que no salen en ese listado son los diez o veinte locos que entraron y salieron limpios de su ejercicio público. Los que confirman que toda regla tiene su excepción.

Lo que era impensable, o por lo menos difícil de aceptar para no pecar de ingenuo, era que esa manera de comportarse se iba a tomar por asalto las corporaciones judiciales. Y mucho menos las altas Cortes.

La magistratura era la más alta y la más legítima aspiración de un abogado, la cúspide de una carrera, la forma de retribuir a la sociedad, asumiendo la pesada pero muy honrosa carga de administrar justicia.

A las altas cortes llegaban juristas de diversas regiones, de distintas escuelas y de múltiples orientaciones filosóficas, bajo el común denominador de tener los méritos suficientes para ocupar esas dignidades.

Entonces los magistrados no eran conocidos mayormente en el ámbito público, mucho menos eran habituales en los medios de prensa y cuando hacían aparición no era usual verlos en la defensa de sus propias conductas.

La rama judicial sufría penurias económicas y entonces lo que era noticia era su pobreza franciscana y su falta de medios para cumplir dignamente con sus labores.

La Constitución de 1991 pretendió dignificar la función judicial, y no solo creó entes nuevos con largos alcances no sólo en la función propiamente jurisdiccional y de instrucción, sino también de cara al gerenciamiento de la administración de justicia.

Se hizo norma de rango constitucional y tomó forma la convicción generalizada de que lo que la administración de justicia necesitaba era un gerente: el Consejo Superior de la Judicatura. 

Las novedades introducidas por la nueva Carta Política en materia de administración de justicia, dejando en claro que la Constitución estaba ingenuamente pensada para un nuevo modelo de sociedad que no iba a surgir por generación espontánea, hicieron que la clase política pusiera sus ojos sobre las nuevas instituciones.

Desde luego que con un apetente fortín burocrático, con una renovada capacidad de influencia en aspectos tan esenciales como el control constitucional y con un fortalecido presupuesto, la administración de justicia perdió la condición de Cenicienta de la sociedad colombiana y pasó a ser un anhelo malvado de la mencionada clase dirigente.

Como era necesario ocupar los atractivos espacios que se abrían, el expediente más propicio para hacerlo era montar con urgencia un combo de tinterillos, lo que antes era una pléyade de juristas, que cumplieran los requisitos para acceder a las altas Cortes y que representaran a los partidos y a los nuevos dueños del Estado colombiano.

El país entero los tiene identificados. Desde los que reciben botines hasta los que negocian providencias para la humillación de la sociedad colombiana, que no hace mucho tiempo tenía en sus altas Cortes un patrimonio moral inestimable. Qué tiempos aquellos.