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viernes, 20 de mayo de 2022

El art. 31 de la Ley 2195 de 2022 modificó el art. 73 de la Ley 1474 de 2022, el cual trataba sobre los planes anticorrupción y de atención al ciudadano, mecanismo este instaurado para el mapeo de riesgos de corrupción y su mitigación en una entidad pública. En la actualidad, la norma modificada ha creado la obligación para todas las entidades del orden nacional, departamental y municipal, cualquiera sea su régimen de contratación, de implementar un Programa de Transparencia y Ética Pública (Ptep), el cual deberá contar con medidas de debida diligencia, prevención, gestión y administración de riesgos de corrupción, lavado de activos, financiación del terrorismo y financiación de la proliferación de armas de destrucción masiva, estrategias de transparencia, así como la implementación de canales de denuncia, entre otras obligaciones todavía por determinarse por parte de la Secretaría de Transparencia de la Presidencia de la República.

Una primera aproximación intuitiva a esta reforma plantea profundas preguntas sobre el alcance de lo que se denomina doctrinariamente como el public criminal compliance. Por ejemplo, si se parte de la idea de que el fundamento del criminal compliance es la responsabilidad (penal o administrativa) de la persona jurídica, es válido preguntarse sobre la aptitud del Estado para ser (penal o administrativamente) responsable.

En Colombia, donde es clara la ausencia de responsabilidad penal de la persona jurídica, es mucho más diáfana la ausencia de responsabilidad penal del Estado. Lo anterior no necesariamente basado en antiquísimos y desuetos principios políticos (the King can not do wrong), sino en el hecho del principio de legalidad, que a diferencia de un programa de ética en el sector privado (regulación autorregulada) es el verdadero fundamento de responsabilidad en el sector público (regulación regulada), cuando la ley es trasgredida. Es decir, el Estado no se regula por programas internos de cumplimiento, sino por la ley. De ahí que sea difícil sostener la posibilidad de su responsabilidad basada en el cumplimiento o incumplimiento del compliance.

Sin embargo, no debe caber duda de que la consecución de una verdadera “ética pública” es un fin loable, el cual debe perseguirse y al cual no debe renunciarse. Por esto, la imposición legal de procedimientos de debida diligencia y de mecanismos de transparencia a cargo de entidades estatales no debe tomarse como una incongruencia teórica, sino como otra forma de control sobre la cosa pública, su administración y el manejo de sus recursos.

Claramente esta situación implicará una serie de preguntas y retos, aún por esclarecer: ¿requerimos un public compliance officer? ¿Puede un privado ejercer esta función mediante contrato estatal? ¿Será viable sancionar administrativamente con multas o inhabilidades al mismo Estado? Si no es viable, ¿cuál es el punto de un sistema de compliance público? ¿Puede una investigación interna en una entidad pública concluir con una decisión de no denunciar penalmente? Et ál.

Más allá de todo ello, es claro desde el punto de vista penal que estos Ptep serán un insumo importante para la determinación de infracciones de deber (como se pueden considerar los delitos de corrupción pública), así como desde el punto de vista del compliance servirán para la prevención de delitos y de infracciones administrativas. De esta manera, esperamos con expectativa el desarrollo de esta importante reforma de la nueva Ley de Transparencia en Colombia.