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miércoles, 6 de febrero de 2019

¿Quién no ha tomado la decisión de comprar un bien convencido de que lo que está comprando es lo que aparece en la imagen o mensaje de la publicidad con la que se comercializa? Y ¿quién al momento de disfrutar ese bien se ha encontrado con que las características poco tienen que ver con las imágenes o mensajes contenidos en las piezas de publicidad?

Con la publicidad se pretende condicionar “silenciosamente” el pensamiento del consumidor incluso generando hábitos, manipular disimuladamente nuestras decisiones de consumo; lo que en sí mismo no está mal o está prohibido, pero debe tener sus límites.

Influir en la decisión de consumo, llamar la atención del público sobre un producto determinado, dejar en la mente del consumidor el recuerdo sobre un producto o el deseo de tenerlo, seguramente es más fácil lograrlo con campañas, mensajes o imágenes exagerados, fantasioso o propios del lenguaje creativo; pero esto no puede significar que los mensajes publicitarios, cualquiera sea la forma de expresión incluso cuando se deja de decir, induzcan o puedan inducir al error, engaño o confusión del consumidor y mucho menos, de manera tal, que con ellos o por ellos se tome la decisión de consumo.

No solo el derecho de consumo, en aras de equilibrar la evidente asimetría que existe entre las relaciones contractuales entre un proveedor o productor de bienes y servicios con un consumidor, prohíbe que con el fin de captar clientes los mensajes publicitarios sean engañosos; también lo prohíben las normas que pretenden proteger al resto de los competidores y la transparencia en el mercado: un anunciante que utiliza mensajes publicitarios engañosos de forma desleal, desvía la clientela a su negocio, perjudicando a sus competidores. Y es que el acto de engaño es el paradigma de la deslealtad.

La Superintendencia de Industria y Comercio ha indicado en varias oportunidades que el empresario no puede partir de la base de que el consumidor tiene la posibilidad de verificar la veracidad y suficiencia de la información que le suministra o, lo que es lo mismo, el consumidor debe poder depositar su confianza en el empresario, debe poder confiar en que la información que se le entrega es cierta, suficiente, verificable y comparable. Si el consumidor estuviera obligado a desconfiar de las conductas y comunicaciones del comerciante, si el consumidor estuviera obligado a verificar dichas conductas y comunicaciones previo al acto de consumo o adquisición, el intercambio comercial se haría inviable por los altos costos que implicaría cada transacción.

A lo que le añado, siguiendo la tendencia europea, ¿qué pasa si la información es verdadera, pero transmite o puede transmitir una interpretación errada de la realidad o puede generar expectativas infundadas? Es decir ¿será que lo relevante es la exactitud o veracidad de la información que se transmite o más bien la exactitud de la creencia que inculca en los destinatarios, esto es, que se corresponda con la expectativa que crea en ellos la oferta materializada en una o varias piezas publicitarias?

Todo esto lo escribo pues en días pasados he tenido la oportunidad de analizar varias piezas publicitarias sobre ofertas para la adquisición de inmuebles que por omisión, imágenes y mensajes aparentemente claros, crean expectativas que muy posiblemente no podrán ser cumplidas por sus anunciantes, pero que parecen ser efectivas para la determinación de la decisión de consumo y, por tanto, para el desvío a su favor de la clientela de forma poco desleal.