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viernes, 18 de octubre de 2019

La diversidad y la inclusión son tal vez unos de los valores que más relevancia han cobrado en nuestra sociedad actual, y el sector educativo no es la excepción. Si bien desde hace varios años la normatividad en materia educativa hacía referencia a la necesidad y a la obligatoriedad de incluir en el sistema educativo formal a estudiantes en situación de discapacidad, no ha sido sino hasta hace pocos años que el concepto de “educación inclusiva” ha tomado una especial relevancia.

Con la expedición del Decreto 1421 de 2017 (“Por el cual se reglamenta en el marco de la educación inclusiva la atención educativa a la población con discapacidad”) y con la más reciente jurisprudencia de la Corte Constitucional, los establecimientos educativos que ofrecen el servicio público de educación en los niveles de preescolar, básica y media, han comenzado realmente a dimensionar lo que implica estructurar, planear y poner en práctica un verdadero modelo de educación inclusiva.

La educación inclusiva es definida como un proceso que reconoce, valora y responde de manera pertinente a la diversidad de características, intereses, posibilidades y expectativas de niñas, niños y adolescentes, cuyo objetivo es promover su desarrollo, aprendizaje y participación, con pares de su misma edad, en un ambiente de aprendizaje común, sin discriminación o exclusión alguna.

Es así como la normatividad sobre la materia, ya no hace referencia exclusivamente a estudiantes en situación de discapacidad al definir el concepto de educación inclusiva, pues abarca un espectro más amplio, al reconocer la existencia de una gran diversidad de “características, intereses, posibilidades y expectativas” de los estudiantes. También resulta relevante recordar que el concepto actual de “estudiantes en situación de discapacidad” hace referencia a personas en constante desarrollo y transformación, con limitaciones en aspectos físicos, mentales, intelectuales o sensoriales que, al interactuar con diversas barreras, pueden impedir su aprendizaje y participación plena y efectiva en la sociedad.

Estos son pues tan solo dos ejemplos de los muchos conceptos que denotan un cambio en la concepción de cómo las personas en situación de discapacidad, o con características, intereses, posibilidades y expectativas diversas, deben ser integradas a la sociedad desde el inicio de sus procesos educativos y formativos. Ya no es admisible pensar, como se pensaba hace algunos años, que los niños, niñas y adolescentes que cuenten con alguna característica, interés, posibilidad y/o expectativa diversa, o que se encuentren en situación de discapacidad, deban recibir su educación formal en establecimientos educativos antes denominados “especiales”, pues la única manera de garantizar que en el futuro, estos niños, niñas y adolescentes se desenvuelvan plena y autónomamente en su vida en sociedad, es permitiéndoles desde el comienzo de su vida escolar, hacer parte de espacios educativos regulares, en los que efectivamente se realicen los ajustes razonables que se requieran en cada caso concreto para atender adecuadamente sus características, intereses, posibilidades y/o expectativas diversas.

Si bien implementar plenamente un modelo de educación inclusiva puede implicar ciertas cargas para los establecimientos educativos, es de vital importancia comprender que esta es la mejor manera de educar y formar a los niños, niñas y adolescentes en ámbitos que efectivamente promuevan el respeto por la diversidad y por la diferencia.