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lunes, 22 de julio de 2013

La tesis central de Vibert se desenvuelve en varias escenas: en primer lugar pone de relieve algo evidente pero inadvertido, y es que hoy en día una gran cantidad de decisiones estatales se toman al margen de los órganos elegidos democráticamente.

Adicionalmente, esta situación se acentúa porque muchas de esas determinaciones de los órganos no elegidos, tienen incidencia en la vida diaria de la ciudadanía y poco a poco han ido desplazando del panorama decisorio a instituciones como el Congreso. Esto es indiscutible en nuestro medio si se analizan algunas de las decisiones que día a día toman entidades como el Banco de la República, la Superintendencia Nacional de Salud o las Comisiones de Regulación. 
 
En segundo lugar y ante ese panorama, el problema que surge es el mismo que se ha achacado a los jueces y que Bickel bautizó como la “dificultad contramayoritaria”: ¿cuál es la fuente de legitimidad de las decisiones de los “no elegidos” y qué control debería pesar sobre ellos? La respuesta del autor europeo radica en que los “no elegidos” son órganos técnicos que deciden sobre bases empíricas, científicas y objetivas por oposición a aspectos valorativos o éticos que deben ser zanjados por instituciones elegidas democráticamente, y por tanto, constituyen ya una nueva rama del poder que en principio no debe rendir cuentas a los otros poderes. 
 
Finalmente, expresa que esa postura fortalece la democracia deliberativa porque genera ciudadanos con un mayor caudal de información lo cual enriquece la discusión. 
 
A mi juicio, el libro tiene grandes aciertos porque pone sobre la mesa la discusión democrática, que ha estado centrada casi que exclusivamente en la función de los jueces constitucionales -ver por ejemplo la escuela de constitucionalismo popular estadounidense- y la amplía a órganos no elegidos, cuyas decisiones a veces afectan con mayor intensidad a las personas que las sentencias judiciales y que además no son monitoreadas tan fuertemente por otras instituciones, la  opinión pública o la academia.
 
Sin embargo, también tiene un gran reparo y es su sesgo elitista que paso a describir. Como lo han advertido varios autores, ningún mecanismo de toma de decisiones es infalible porque tiene la intervención humana. Así, los “no elegidos” también pueden equivocarse gravemente, como en efecto ocurrió con la reciente crisis financiera global que en gran parte es responsabilidad de órganos técnicos de vigilancia. Creo que esos errores se derivan de una falsa comprensión de las determinaciones técnicas o especializadas ya que se les califica como neutrales, objetivas y correctas, cuando lo cierto es que ciencias como la economía están atravesadas internamente por profundos desacuerdos y escuelas que se oponen entre sí. 
 
Si esto es así, no es tan evidente la objetividad -y con esto la legitimidad- de los no elegidos. El segundo signo del sesgo es que los “no elegidos” actuarían como una suerte de funcionarios superiores cuya única función frente al pueblo sería iluminar sus oscuras mentes con conocimientos que antes eran inaccesibles: tomé una decisión correcta, te doy el conocimiento, ahora sí, delibera.   
 
¿Eso quiere decir que deben desaparecer los “no elegidos”? No lo creo. Hay decisiones que ciertamente necesitan de la técnica, sin embargo, el punto está en diseñar instituciones que, sin renunciar a ese conocimiento valioso, sean más democráticas y puedan ser limitadas por otros órganos porque, aunque algunos no lo crean, también se equivocan.