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viernes, 25 de octubre de 2019

Con ocasión de la expedición de la Ley 1150 de 2007 surgió la obligación para las entidades estatales de incorporar en sus documentos contractuales la estimación, tipificación y asignación de los riesgos previsibles asociados a la contratación. Sin embargo, tal obligación ─pese a que es tan solo una consecuencia lógica del principio de planeación- ha generado todo tipo de inconvenientes en su aplicación tanto al momento de estructurar los proyectos, como al momento de resolver problemas propios de la ejecución de los contratos a largo plazo.

En mi criterio, la efectividad de la norma se ha visto obstaculizada no solo por la falta de claridad sobre el alcance que debe dársele a los verbos tipificar, estimar y asignar de que trata la norma, sino además por la falta de claridad misma de lo que es un riesgo contractual. Tales circunstancias han impedido que las entidades públicas encuentren en la obligación legal citada una herramienta eficiente que permita reducir las controversias contractuales entre el Estado y los particulares.

El último intento normativo por tratar de dilucidar el contenido de la obligación en mención fue el Decreto 1510 de 2013, reglamentario de la Ley 1150, el cual define el riesgo como un evento que puede generar efectos adversos y de distinta magnitud en el logro de los objetivos (…) en la ejecución de un contrato. Es decir, es algo que puede o no presentarse durante la ejecución del contrato, pero que no pueden ser entendidas como circunstancias potestativas de ninguna de las partes contractuales.

De ahí que resulte un contrasentido incorporar en las matrices de riesgos, obligaciones propias de las partes tales como obtener permisos, constituir garantías, contratar a subcontratistas, etc. Inclusive he visto matrices que incorporan “el riesgo de incumplimiento contractual”, lo cual no sé cómo lo estiman para que haga parte de la ecuación económica del contrato, sino que además, a mi juicio, dicha regulación no aportará nada al debate cuando ser presente tal vicisitud.

Con estas regulaciones, las entidades estatales pierden una oportunidad de oro de regular lo que verdaderamente deben definir en las matrices de riesgo: el alea normal del contrato, entendido como aquellas circunstancias que, según cada tipología contractual, pueden presentan durante la ejecución del contrato sin que por ello haya lugar a la revisión del negocio jurídico. Así, la tipificación, estimación y asignación de los riesgos asociados al contrato estatal (en tanto fueron previsibles y remunerados) es lo que permitirá definir el alcance de lo que las partes consideran como un alea normal dentro de la ejecución contractual y que, por tanto, forma parte de su ecuación económica.

Por lo tanto, al tener definido y delimitado el alcance del alea normal, las partes contratantes únicamente tendrán que probar que el riesgo desbordó lo que habían considerado como previsible con el perfeccionamiento del contrato.
Lo valioso, entonces, de la matriz de riesgos debe ser evitar la discusión ante un juez de qué era lo previsible para las partes al momento de la suscripción del contrato o de la presentación de la propuesta -según sea el caso-, o el alcance del alea normal asumida por cada cual, según lo determinen las previsiones valoradas en la matriz de riesgos.

Sin duda será una labor dispendiosa de hacer durante la etapa de estructuración de los proyectos, pero evitará mayores controversias en el futuro y el debate probatorio se reducirá a cuantificar el costo de los impactos generados con ocasión de la ocurrencia del riesgo. ¡No perdamos la oportunidad de evitar tanta litigiosidad operante en los contratos estatales!.