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lunes, 13 de mayo de 2019

El proceso de aprobación del Plan Nacional de Desarrollo (PND) no produce más que tristeza y frustración. Probablemente no me refiero únicamente a lo que se ve en el presente Gobierno, sino a la constante de muchos gobiernos anteriores.

Se supone que el plan debe incorporar los propósitos y objetivos nacionales de largo plazo, las metas y prioridades de la acción estatal en el mediano plazo y las estrategias y orientaciones generales de la política económica, social y ambiental que serán adoptadas por el gobierno (artículo 339 Constitución Política). En otras palabras, el PND debería ser el documento más importante de cada Gobierno, donde se habrían de plasmar las políticas públicas que se pretendan implementar, bajo una visión clara, coherente y realista, que represente la esencia de la propuesta de gobierno que el Presidente propuso a la ciudadanía desde que era candidato. El plan debería ser una hoja de ruta y servir de marco permanente de referencia para todos quienes hacen parte del Gobierno y, por ello, debería ser aprobado, muy al comienzo del cuatrienio.

A diferencia del egregio sueño constitucional, la realidad es que en buena medida el PND es un sancocho de “normas” que se meten a la carrera y sin mayor análisis a una bolsa elástica, a iniciativa de lobistas, gremios, grupos de interés, grupos de presión y otros ghostwriters que aprovechan el cuarto de hora para arreglar diversas cuestiones que afectan o molestan a una industria, un sector o, incluso, una empresa en específico.

El problema no lo veo tanto en el deseo del sector privado de tratar de buscar espacios para ajustar las políticas públicas y tratar de arreglar asuntos que, en su criterio, obstaculizan la fluidez de su actividad privada, sino en que el Gobierno pierda el control de un instrumento esencial para planear y ejecutar ordenadamente su visión y pierda la oportunidad de dirigir ordenadamente la acción gubernamental.

Incluso, en cuanto se refiere al texto original del PND presentado por el Gobierno actual, se observan deficiencias. El proyecto contiene más de 180 artículos de toda índole, con una multitud de ideas, que se ubican mucho más en el campo del “qué” que del “cómo”, y que hacen un extenso repaso de los principales problemas y necesidades del país. El planteamiento es tan amplio y ambicioso que, en vez del plan de prioridades de un gobierno específico, parece más un abanico inagotable de propuestas que bien podrían servir de recetario teórico para esta época o para otra, para este país o para otro.

Se indica en la página web del Departamento de Planeación que el Plan es el resultado de la realización de mesas departamentales y talleres regionales que se llevaron a cabo por primera vez en la historia del país, pero la realidad es que se han radicado más de 4.000 proposiciones durante el tramite en el Congreso, por lo que es de suponer que la impronta ciudadana va a quedar bastante diluida o desfigurada con la posterior y definitiva intervención de los legisladores.

En teoría, producto de la participación ciudadana, el plan recoge un gran pacto por Colombia, un pacto por la equidad, que comprende una variedad de pactos diferentes, tales como, pacto por la sostenibilidad, pacto por la ciencia, pacto por la competitividad, por la inclusión, por la cultura, por la equidad de las mujeres, y una serie de pactos por las regiones de Colombia.

En verdad, es difícil pensar que este Plan se constituya en un gran pacto por Colombia, un pacto social que recoja todas las culturas, regiones y matices de nuestra geografía, y que unifique consensos de toda índole y naturaleza sobre las principales políticas nacionales. Bastaría con que al menos alcanzara la categoría de Plan Nacional de Desarrollo, en el modo en que lo concibió la Constitución.