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  • José Antonio Ocampo

sábado, 7 de diciembre de 2013

José Antonio Ocampo y Luis Bértola presentaron su más reciente libro, denominado ‘El desarrollo económico de América Latina desde la independencia’, el cual fue editado por el Fondo de Cultura Ecómica.

LR presenta en exclusiva el último capítulo del texto denominado: ‘La historia y los retos del desarrollo latinoamericano’.

Introducción
A lo largo de esta obra se han discutido con especial énfasis cuatro aspectos de la historia económica de América Latina. El primero han sido los logros en materia de desarrollo, con sus claroscuros en el plano comparativo internacional. El segundo aspecto ha sido el de la inestabilidad económica, asociada a sus formas de especialización internacional, donde todavía predominan los recursos naturales, y al acceso inestable al financiamiento internacional. El tercero ha sido la lenta gestación de las instituciones políticas y económicas modernas y las grandes variaciones en las políticas económicas y en los modelos de desarrollo que las han acompañado. El cuarto es el de la desigualdad, terreno en el que América Latina presenta problemas más serios que otras regiones. Recapitulemos los vínculos entre estos aspectos.

Desarrollo y desigualdad
No hay duda que la región ha avanzado en su desarrollo. Ello se refleja en el avance de la producción por habitante, la mejora en los indicadores de desarrollo humano y la reducción en los niveles de pobreza. Pero este proceso ha sido desigual a lo largo del tiempo y de la geografía regional.

La periodización que hemos utilizado en este libro nos sirve para analizar los ritmos de este proceso a lo largo de los dos siglos analizados. Hemos diferenciado cuatro fases principales: (1) las décadas posteriores a la Independencia del grueso de los países; (2) la fase de desarrollo primario-exportador en el marco de la llamada primera globalización, que cubre las últimas décadas del siglo XIX y las tres primeras del siglo XX; (3) la industrialización dirigida por el Estado (término que preferimos al imperfecto de industrialización por sustitución de importaciones), que se enmarca entre dos grandes crisis: la Gran Depresión de los años 1930 y la “década perdida” del decenio de 1980; y (4) la etapa de reformas de mercado desde los años 1980, que coincide a nivel internacional con la segunda globalización. Dada la diversidad de América Latina, estas fases no se inician ni culminan simultáneamente en todos los países, por lo que una periodización más precisa puede ser diferente en algunos casos.

En términos generales, la primera fase fue de retroceso en relación con lo que hoy es el mundo industrializado, aunque de avance en relación con el grueso de las regiones que hoy se consideran parte del mundo en desarrollo. La última fase también fue de retroceso relativo, ahora no solamente con el mundo industrializado, sino también con respecto al promedio mundial y, especialmente, a los países en desarrollo de Asia.

Por el contrario, durante la fase de desarrollo primario-exportador, América Latina fue, con la Europa central y meridional, una de las regiones de la periferia de la economía mundial que lograron insertarse en forma más temprana al proceso de crecimiento económico, lo que la convirtió en una especie de “clase media” del mundo. Durante la industrialización dirigida por el Estado, la economía latinoamericana siguió creciendo más que el promedio y aumentando su participación en la producción mundial. Sin embargo, ni en una ni en otra etapa de éxito relativo, América Latina logró recortar más que marginalmente la distancia que ya la separaba en 1870 del mundo desarrollado, e incluso durante la “edad de oro” del mundo industrializado, entre 1950 y 1973, se rezagó en relación con Europa Occidental. Si nos concentramos en la segunda y en la cuarta, que coinciden con los procesos modernos de globalización, se puede decir que América Latina fue ganadora durante la primera globalización, pero no se ha podido beneficiar durante la segunda, sino que incluso ha perdido terreno en términos relativos.

En materia social, los progresos vinieron con más rezago. El lastimoso estado de la educación a comienzos del siglo XX, incluso en los países que lideraron el desarrollo regional, es una muestra de ello. Los indicadores de desarrollo humano comenzaron a mejorar hacia la tercera década del siglo XX y tuvieron sus mayores avances durante la etapa de industrialización dirigida por el Estado y han mostrado durante las fases de reformas económicas un estancamiento en relación con el mundo industrializado, aunque con un continuado avance en educación. En materia de reducción de la pobreza, los mayores avances durante el siglo XX se dieron nuevamente durante la industrialización dirigida por el Estado. Después de un cuarto de siglo (y no solo una década) perdido en esta materia a partir de los años 1980, lo más promisorio es el avance sustancial que se experimentó en reducción de la pobreza entre 2002 y 2008, que coincidió con una mejoría en la distribución del ingreso en un conjunto amplio de países. Los datos existentes, todavía incompletos, indican que estas mejorías se han mantenido, en general, en años más recientes.

La historia de la desigualdad interna es una historia compleja y diversa, que por lo demás no sigue un patrón único en la región. La herencia colonial de sociedades altamente segmentadas económica y socialmente sigue pesando sobre el desarrollo regional, algo en lo que hizo énfasis la literatura estructuralista latinoamericana desde los años 1950 y que ha señalado el nuevo institucionalismo en épocas más recientes. El hecho, resaltado una y otra vez, de que los países latinoamericanos tienen la peor distribución del ingreso del mundo es la demostración más patente de ello. Pero la mera referencia a la herencia colonial sirve de poco, porque los procesos que median entre el colapso colonial y el presente también han sido importantes y no han jugado de la misma manera en los distintos países.

Algunos de estos procesos han sido adversos en materia distributiva y han tenido efectos más o menos uniformes en la región: la primera globalización tuvo efectos distributivos desfavorables; la crisis de la deuda de los años 1980 también los tuvo, y lo mismo puede decirse de los efectos iniciales de la liberalización económica de fines del siglo XX. Para los países con fuertes excedentes de mano de obra, la presión hacia abajo que éstos generaron durante una buena parte del siglo XX tuvo también efectos negativos en materia distributiva. A ello se ha sumado el sello adverso que han dejado muchas dictaduras militares.

Pero también ha habido fuerzas positivas. A la postre, las mayores ganancias en materia de igualdad social han sido la abolición de la esclavitud, que ocurrió en forma muy tardía en algunos países (Brasil y Cuba) y la más lenta erosión de las formas serviles de trabajo rural que predominaban incluso a comienzos del siglo XX en el grueso de los países latinoamericanos y siguieron teniendo incidencia por mucho tiempo. La urbanización sirvió mucho para dar nuevas oportunidades a poblaciones rurales que habían vivido bajo el signo de la fuerte segmentación social que caracterizaba las sociedades rurales de la región. El avance tardío de la educación fue también una fuerza igualadora, que se han materializado en varios países en la mejora distributiva de comienzos del siglo XXI. Este avance ha sido, sin embargo, incompleto, como se refleja en los rezagos y desigualdades en términos de la calidad de la educación a la cual accede el grueso de los latinoamericanos.

Otros procesos con efectos favorables sobre la equidad han tenido resultados menos homogéneos en la región. La gran migración europea a los países del Cono Sur, aunque presionó inicialmente los salarios a la baja, tuvo a la larga efectos distributivos favorables, entre otras cosas porque los inmigrantes trajeron consigo habilidades, conocimientos y, muy especialmente, instituciones (entre las que se destaca el sindicalismo) que contribuyeron a difundir los beneficios de los procesos de desarrollo. Su impacto más benéfico se obtuvo durante las primeras fases de la industrialización dirigida por el Estado, pero estas ganancias serían posteriormente revertidas en los años 1960 y 1970 por cruentas dictaduras que debilitaron los mecanismos institucionales que habían servido de base a la mejoría de la equidad. Otros países han tenido giros institucionales hacia la equidad, muy notablemente los que tuvieron lugar en Costa Rica a mediados del siglo XX o en Cuba con su revolución. Las reformas agrarias, de muy diverso alcance, hicieron en general menos de lo esperado en materia de redistribución de la tierra, pero ayudaron a erosionar las formas serviles de trabajo rural. El agotamiento de los excedentes de mano de obra rural mezclado con la mejora en los niveles educativos permitió también mejoras distributivas en algunos países en los años 1960 y 1970.

¿Cuál ha sido el resultado neto de dichas tendencias sobre la distribución del ingreso y de la riqueza?
La historia es muy diversa y no existe la información para corroborarlo con plenitud, pero es posible hablar de cuatro fases. La primera fue de deterioro, hasta comienzos del siglo XX o incluso después en economías con excedentes de mano de obra. A ella se sucedió una de mejoría, que se dio en forma temprana (desde la década de 1920) en el Cono Sur por los factores institucionales mencionados, en forma más tardía (en los años 1960 o 1970) en otros (Colombia, Costa Rica, México y Venezuela), pero que no se produjo nunca en algunos países (Brasil). La tercera fase, de deterioro, la inauguraron nuevamente los países del Cono Sur, pero se generalizó a fines del siglo XX con la década perdida y las reformas de mercado. Finalmente, unas dos terceras partes de los países han experimentado una mejora distributiva en la primera década del siglo XXI, o quizás desde un poco antes. A largo plazo, puede decirse que la desigualdad en la distribución del ingreso en América Latina, aparte de ser estructuralmente alta, lo cual es ampliamente reconocido, es quizás peor hoy que cuando se inició el proceso de rápido crecimiento económico en la segunda mitad del siglo XIX. De hecho, y pese a la mejora distributiva de comienzos del siglo XXI, el nivel promedio de desigualdad sigue siendo peor que el de 1980.

La desigualdad también es evidente en la forma como se difundió el desarrollo en la geografía regional. Aun durante las décadas de pobre desempeño posteriores a la Independencia hubo avances en algunos países: los del Cono Sur y quizás en algunas otras partes (Costa Rica y algunas regiones exitosas dentro de algunos países, como el norte de México y Antioquia en Colombia) y un crecimiento extensivo en las dos economías que mantuvieron la oprobiosa institución de la esclavitud, en parte porque no hubo allí una ruptura colonial propiamente dicha (Brasil y Cuba). Durante la segunda de las etapas mencionadas, estas tendencias a la divergencia en el desarrollo se profundizaron, al menos hasta la Primera Guerra Mundial. Para entonces, los países del Cono Sur y, en menor medida Cuba, habían logrado ampliar sus ventajas en relación al resto. Desde entonces se inició un proceso de convergencia regional, producto tanto del éxito tardío de otros países como del rezago que comenzaron a experimentar los líderes, y dejando de todas maneras atrás a algunas pocas naciones (Bolivia y Nicaragua son los casos más destacados). Este proceso de convergencia regional se detuvo durante la década perdida de los años 1980 y en las últimas décadas retornó la tendencia divergente.

En síntesis, puede sostenerse que el panorama de la equidad ha sido sombrío: tanto porque aumentaron las diferencias en relación a los países desarrollados, como por mantenerse altas y tal vez crecientes las desigualdades internas. Solamente en la desigualdad entre países latinoamericanos se nota cierta disminución en el largo plazo.

Inestabilidad macroeconómica, desarrollo institucional y modelos de desarrollo
El rezago de los líderes de la región después de la Primera Guerra Mundial, es una demostración de otro hecho destacado del desarrollo latinoamericano: la existencia de importantes vaivenes en el proceso de desarrollo. Uno de ellos es la tendencia de los países latinoamericanos a experimentar prolongadas fases de rápido crecimiento, que reducen por un tiempo la brecha de ingresos con los países industrializados, pero que son sucedidas por grandes retrocesos relativos. A este patrón lo hemos denominado convergencia truncada o alternancia de regímenes de convergencia y divergencia. Cuba es quizás el caso más temprano y destacado: después de haber sido uno de los grandes éxitos exportadores del siglo XIX y comienzos del XX, experimentó un virtual estancamiento de su ingreso por habitante desde mediados de la segunda década del siglo XX. La historia del Cono Sur es similar: un gran avance hasta la Primera Guerra Mundial y retroceso relativo posterior.

Esto fue particularmente notorio en Argentina, uno de los grandes éxitos de desarrollo a nivel mundial durante la primera globalización. Le sigue en la lista Venezuela, el mayor éxito latinoamericano entre las décadas de 1920 y 1960, gracias a su despegue petrolero y su capacidad de “sembrar” parcialmente sus beneficios, que ha sido sucedido por un fuerte retroceso relativo posterior. Brasil y México, los grandes éxitos de la industrialización dirigida por el Estado, siguieron esta ruta poco después, con un retroceso relativo pronunciado desde la década de 1980. Puede decirse quizás que la ausencia de “milagros” pero también de grandes crisis y, por ello, la capacidad de tener un desarrollo pausado pero estable, es el curioso secreto de Colombia. Este patrón de mayor estabilidad también está presente, aunque con menor fuerza, en Costa Rica y Panamá, dos de los tres países pequeños más exitosos a largo plazo; el tercero es Uruguay, pero en este caso en medio de grandes vaivenes en el proceso de desarrollo.

Como se percibe por las consideraciones anteriores, las historias del desarrollo y de la desigualdad en la distribución del ingreso no han sido paralelas. En los países del Cono Sur, por ejemplo, las mayores fuerzas hacia la equidad en la distribución del ingreso se dieron durante la fase en que experimentaron un rezago relativo en materia de desarrollo económico. Pero a veces los períodos de retroceso han generado efectos distributivos adversos; el caso más destacado es la década perdida. Así mismo, en algunas ocasiones los períodos de éxito han sido de deterioro distributivo (la primera globalización en el grueso de los países, y el “milagro” brasileño, por ejemplo), pero en otras, crecimiento y equidad han coincidido (como en el auge económico de 2004-2008 y quizás durante años más recientes).

Los vaivenes más frecuentes y generalizados han estado asociados a la vulnerabilidad externa de las economías latinoamericanas y la volatilidad del crecimiento económico que ha resultado de ella. El factor que ha tenido efectos permanentes a lo largo de los dos siglos que hemos analizado ha sido la dependencia de productos básicos, sujetos a una fuerte volatilidad de los precios, que además se ha agudizado en algunas coyunturas históricas de alcance mundial: entre la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión, y desde comienzos o mediados de los años 1970. A ello se agrega la volatilidad aun más pronunciada que ha resultado del acceso muy irregular y fuertemente procíclico al financiamiento externo, que ha generado algunos de los ciclos más pronunciados: en particular, el auge de la segunda mitad de los años 1920, sucedido por la dura contracción y moratoria virtualmente generalizada de la deuda externa de los 1930 y el auge de la segunda mitad de la década de 1970, sucedido por la década perdida de los años 1980.

Esta última ha sido la crisis más severa que ha experimentado América Latina como región, no solo por la intensidad y durabilidad de algunas de las perturbaciones en los mercados internacionales (la elevación de las tasas de interés relevantes y la caída de los precios de productos básicos, que perduraron por poco más de dos décadas), sino también porque la región debió enfrentar un verdadero cartel de acreedores respaldados por los principales países industrializados y organismos financieros internacionales, que implicó que ésta fue la primera vez en que no se hizo uso (excepto por períodos breves) del principal mecanismo para manejar las crisis financieras que se había utilizado en el pasado: la suspensión del servicio de la deuda.

Esta inestabilidad ha estado acompañada, por último, por aquéllas de carácter institucional y por grandes cambios en las políticas y los modelos de desarrollo. La inestabilidad institucional fue uno de los fenómenos más graves en las décadas que sucedieron a la Independencia, que se superaron en algunos países más adelante en el siglo XIX, aunque acudiendo con excesiva frecuencia a regímenes autoritarios. Las rupturas revolucionarias o la fuerte conflictividad social fueron una característica destacada de todos los países que experimentaron un lento crecimiento durante la industrialización dirigida por el Estado. Apareció después como un fenómeno relativamente generalizado en la región centroamericana (con excepción de Costa Rica y Panamá) en los años 1970 y 1980.

Además, como ya lo había indicado la experiencia de fines del siglo XIX, que se reiteraría a lo largo del XX, el recurso a regímenes autoritarios ha sido frecuente a lo largo de la historia. Una forma de decirlo es que el triunfo del liberalismo económico, mucho más gradual y lento que el de las expectativas que se generaron a raíz de la Independencia, ciertamente no coincidió con el triunfo del liberalismo político, excepto (y con debilidades) en un puñado de naciones. Por eso, un hecho que se debe destacar es que desde los años 1980 la región ha vivido por primera vez la inédita coincidencia de liberalismo económico y liberalismo político.

Los grandes cambios en los modelos de desarrollo han sido tal vez el tema más destacado en la historiografía económica tradicional sobre América Latina. Aunque siguiendo las tipologías más tradicionales, esta obra ha mostrado importantes matices. Se ha mostrado que en varias de las principales economías, en la etapa primario-exportadora el desarrollo exportador no se concibió como antagónico de la industrialización moderna promovida a través de aranceles altos. En efecto, América Latina tuvo entonces, con Estados Unidos y Australia, los aranceles más elevados del mundo. Aunque la razón fue esencialmente fiscal, muchos países de la región no pudieron resistir la tentación de usar los aranceles también con motivos de protección. En cualquier caso, el cambio estructural que se produjo durante esta etapa del desarrollo fue muy moderado y dejó a América Latina con un inmenso rezago educativo y muy bajos niveles de industrialización, participando solamente de forma marginal y tardía en lo que se ha llamado la segunda revolución industrial, después de haber estado al margen de la primera.

Durante la etapa de industrialización dirigida por el Estado, América Latina se aproximó más al modelo de economía mixta europeo y, por ello, fue menos estatista que el resto del mundo en desarrollo, un hecho que se ignora a menudo. Además, hemos señalado que en varios países medianos y, sobre todo, pequeños, el proceso de industrialización se instaló sobre lo que siguió siendo en lo fundamental un modelo primario-exportador. Aun en los más grandes, los sectores primario-exportadores siguieron jugando un papel importante, por lo cual los intereses industrialistas nunca alcanzaron la hegemonía que habían tenido en los procesos de desarrollo tardío europeos o los que tendrían más recientemente en Asia Oriental. Por último, en la fase reciente, aparte de acciones de apertura al comercio y a los capitales extranjeros, existen muchos matices en la forma como se dio la liberalización económica, por lo que hemos preferido hablar de “reformas de mercado”, con una amplia variedad regional, antes que de un modelo “neo-liberal” uniforme.

Muchas de las consideraciones previas dejan claro que la “leyenda negra” sobre la fase de industrialización dirigida por el Estado que ha tejido la economía ortodoxa está basada más en percepciones ideológicas que en una observación de los resultados económicos y sociales de dicho modelo. Esta no solo ha sido la etapa de crecimiento más rápido y estable por un período prolongado, sino también una fase de fuerte reducción de la pobreza y avance en materia de desarrollo humano. También hemos argumentado que la crisis de la deuda no fue tanto el resultado de los problemas que generó dicho modelo de desarrollo sino del ciclo financiero externo agudo que experimentó la economía latinoamericana en los años 1970 y 1980. El hecho de que las economías del Cono Sur, que ya habían iniciado el ciclo de liberalización económica, hayan sido las más afectadas, es tal vez la mejor demostración de ello. Pero tampoco se puede crear un mito en torno a los éxitos del modelo de industrialización dirigida por el Estado o pensar en la ilusa idea de volver a un pasado que respondió en sus orígenes al colapso de la primera globalización más que cualquier otro factor y que, por lo tanto, resultaría anacrónico bajo la segunda globalización que vivimos hoy.

La principal deficiencia de dicho modelo fue su incapacidad para crear una base tecnológica sólida. Esta incapacidad tiene profundas raíces, ya que se remonta al rezago industrial experimentado durante la primera globalización, a los rezagos educativos acumulados y los aún mayores en construir una base científico-tecnológica propia. A ello se agregó, desde mediados del decenio de 1970, la reversión del proceso de industrialización en una etapa todavía temprana del desarrollo, que se reflejó en un freno e incluso una reversión de la tendencia ascendente de los niveles de productividad que venía experimentado el grueso de las economías latinoamericanas; esa reversión tuvo lugar pese al avance de empresas y sectores específicos bajo las reformas de mercado. En nuestra interpretación, el truncamiento temprano de los procesos de convergencia de los países líderes de la región, tiene su origen fundamental en estos fenómenos de carácter estructural. A ello había que agregar que, en los países del Cono Sur, el fuerte contraste entre la orientación hacia el mercado interno y la debilidad del desarrollo exportador resultó fatal durante la industrialización dirigida por el Estado, en tanto que en el otro caso de convergencia truncada, Cuba, el problema fue posiblemente el opuesto, es decir la excesiva orientación exportadora.

El “sesgo antiexportador” fue un problema que afectó a muchas de las economías más grandes durante la industrialización dirigida por el Estado, pero un problema que fue reconocido y dio lugar desde mediados de la década de 1960 a un “modelo mixto” que combinaba protección con diversificación de las exportaciones e integración regional. El avance exportador ha sido, por lo demás, el gran éxito de la fase de reformas de mercado, pero uno cuyos beneficios en materia de desarrollo general siguen sin materializarse plenamente.

Cabría agregar que, en contra de la validez parcial del concepto de “sesgo antiexportador”, no encontramos bases sólidas para afirmar que la fase de la industrialización dirigida por el Estado generó un “sesgo contra la agricultura” o una indisciplina macroeconómica generalizada. El crecimiento de la agricultura fue de hecho superior para el conjunto de la región durante esa fase del desarrollo de lo que ha sido con posterioridad bajo las reformas de mercado, pero esta comparación en realidad promedia experiencias muy diversas en uno y otro caso. Sobre la indisciplina macroeconómica, hemos mostrado que la propensión a la inflación era una característica casi exclusiva del Cono Sur y Brasil hasta comienzos de los años 1970 y que la indisciplina fiscal solo se generalizó en la fase de abundancia de financiamiento externo de la segunda mitad de dicha década. Por ello, el desborde inflacionario fue más un efecto que una causa de la crisis de la deuda de la década de 1980. Los logros en ambas materias son, por supuesto, un éxito del manejo macroeconómico de las dos últimas décadas, que ha sido un avance histórico neto para Brasil y el Cono Sur, pero más bien un retorno a lo que era típico hasta la década de 1960 para el resto de los países.

Los retos a la luz de la historia
De estas consideraciones históricas se derivan al menos cuatro conclusiones importantes para el futuro. La primera se refiere a los logros en manejo macroeconómico. Lo conseguido en materia de inflación y sostenibilidad fiscal debe consolidarse. Pero también es evidente que queda el inmenso desafío de manejar la histórica vulnerabilidad externa de las economías latinoamericanas. La respuesta a la crisis global de 2008-2009 fue positiva en muchos sentidos para América Latina: no hubo crisis financieras externas o internas, ni desbordes inflacionarios. Sin embargo, no se pudo evitar una fuerte contracción inicial del PIB regional, afortunadamente superada muy pronto, con lo cual la región (y, en especial, Sudamérica) volvió a experimentar un crecimiento positivo en 2010 y 2011 . Y, más aún, el auge que precedió a la crisis mundial reciente, así como el retorno de los capitales y de precios altos de productos básicos desde mediados de 2009, han mostrado que todavía falta mucho en materia de aprender a manejar las bonanzas, evitando en particular la tendencia cíclica a la revaluación de las monedas (que resulta particularmente ilógica en economías con vocación exportadora), al aumento del gasto público cuando los recursos son abundantes y, aún más, al rápido crecimiento del crédito y del gasto privado que caracterizan estos períodos.

La segunda lección se refiere al crecimiento económico, que ha sido frustrante en el grueso de los países latinoamericanos durante la fase de reformas de mercado. La historia indica que el objetivo de alcanzar altas tasas de crecimiento no se logrará únicamente con una macroeconomía sana ni con la mera especialización acorde con las ventajas comparativas estáticas. Se requieren también políticas productivas activas, un tema que fue explícitamente excluido de la agenda de los gobiernos durante la fase de reformas de mercado. Y más aún, se requiere un salto en el diseño de políticas tecnológicas activas, un área donde hubo también un déficit claro durante la fase de industrialización dirigida por el Estado. Este esfuerzo debe estar complementado con la consolidación de los logros en materia educativa y le reversión de sus falencias, especialmente en materia de calidad y de articulación con las necesidades de transformación del sistema productivo.

La tercera conclusión se relaciona con el desarrollo institucional y, en especial, con una de sus dimensiones, que ha sido objeto de largas polémicas históricas: la relación entre Estado y mercado. Más allá de esta tensión, una dimensión particular del desarrollo latinoamericano es la tendencia al rentismo, que alternativamente ha recaído de la dependencia de las rentas de los recursos naturales o las que proporciona la relación privilegiada con el Estado. La educación y el desarrollo tecnológico, los dos hechos destacados en el párrafo anterior, son la manera más apropiada de superar esta característica acentuada de las instituciones latinoamericanas. Para ello, la experiencia internacional enseña que una combinación adecuada entre Estado y mercado es esencial, pero también que no hay un diseño único para lograr sinergias positivas entre uno y otro.

En contra de las visiones de las últimas décadas, las mayores debilidades en este campo se presentan quizás en el desarrollo de las capacidades del Estado, un proceso que no deja de tener antecedentes en las épocas tempranas de la construcción de las repúblicas latinoamericanas. Los mayores logros se obtuvieron durante la fase de industrialización dirigida por el Estado, aun cuando el Estado que se construyó entonces fue muchas veces víctima de sus ineficiencias y de su debilidad ante el peso de diversos grupos corporativos. Es evidente que en este campo América Latina acumuló un atraso, no solo en relación con los países industrializados sino también con los asiáticos, donde la tradición de desarrollo estatal tiene raíces históricas profundas. Que es posible avanzar lo demuestra la historia. Ahí donde ponen su acento las políticas se logran avances importantes, como los de los aparatos de provisión de servicios sociales y de promoción del desarrollo productivo durante la etapa de industrialización dirigida por el Estado, o los Ministerios de Hacienda y el aparato de asistencia social durante la fase de reformas de mercado, o los bancos centrales durante ambas. La agenda de reforma del Estado, especialmente en relación con la educación y el desarrollo tecnológico debe estar, por lo tanto, en el centro de atención hacia el futuro.

La última conclusión, y la más importante, se refiere a la enorme deuda social que ha acumulado América Latina a lo largo de la historia. La herencia colonial de alta desigualdad económica y social, que analizaron los clásicos de la historiografía económica latinoamericana, se ha reproducido y, en algunos casos, ampliado en las etapas posteriores, que le han impreso nuevas dimensiones. Durante las últimas décadas, los retrocesos en este último frente han sido más frecuentes y en materia de reducción de la pobreza se perdió un cuarto de siglo antes de que retomara una dirección positiva entre 2002 y 2008. Más aún, el contraste entre estos resultados y los avances en materia de desarrollo humano indican que los logros en la política social no son suficientes para lograr avances en materia de equidad si el sistema económico produce y reproduce altos niveles de desigualdad en la distribución del ingreso.

Aquí yace, sin duda, la principal deuda histórica de América Latina. El retorno de la agenda de la equidad social, el nuevo discurso de “cohesión social” y las tendencias positivas observadas en este campo en la primera década del siglo XXI son signos promisorios. El futuro nos dirá si ellas materializaron o no en el inicio de la corrección de la mayor aberración histórica del desarrollo latinoamericano. De todas formas, y siguiendo las enseñanzas de la historia, los avances en este plano no serán duraderos si no se articulan con las necesarias transformaciones educativas, tecnológicas y productivas, que hagan posible una inserción más dinámica de América Latina en la economía mundial, de la mano de una profundización de su integración económica y social.

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