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jueves, 31 de marzo de 2022

Justicia retrasada es justicia negada. Este aforismo recoge uno de los principales males que aqueja a la justicia en Colombia. Desde que entré a estudiar derecho, hace más de 20 años, se habla de la necesidad de descongestionar la justicia.

La jurisdicción más congestionada y, por tanto, lenta, es la contenciosa administrativa. Allí un proceso puede tomar fácilmente 10 años. Con el fin de intentar solventar este problema, en 2009 se estableció, como un requisito para acceder a la justicia contencioso administrativa, la conciliación previa. Esto aplica a todos los procesos o medios de control, salvo contadas excepciones, como los asuntos tributarios.

Eso quiere decir que, por ejemplo, una acción donde se persiga la nulidad de un acto administrativo y el consecuente restablecimiento del derecho, debe agotar la conciliación como requisito de procedibilidad. La conciliación administrativa no se puede adelantar ante cualquiera de los cientos de centros de conciliación que hay en el país, sino que es necesario hacerlo ante la Procuraduría. Hace unos años, la cuenta era de aproximadamente 200 funcionarios dedicados a adelantar estas conciliaciones.

Las estadísticas demuestran que imponer la conciliación como requisitos de procedibilidad ha sido un fracaso.

Por un lado, son muy pocos los asuntos que se concilian. Un estudio de 2014 concluyó que, luego de la Ley 1285 de 2009, 93 de cada 100 intentos de conciliación fracasan. Esto lleva a que dicha herramienta sea un filtro formal que debe agotarse antes de acceder a la justicia. Es decir, el principal efecto que ha tenido es demorar más la resolución de las controversias.

Por otro lado, las estadísticas muestran que la jurisdicción contencioso administrativa continúa preocupantemente congestionada. En efecto, entre 2009 y 2012 se dio un incremento de 140% en los ingresos de casos a esa jurisdicción. Esto quiere decir que la conciliación previa no ha contribuido a descongestionar la jurisdicción contencioso administrativa.

Así, todo apunta a que el único efecto tangible que ha tenido la conciliación administrativa previa es un aumento en la burocracia y un filtro formal para acceder a la justicia.

Imponer la conciliación no es buena idea. El éxito de la conciliación depende de que haya ánimo de las partes para alcanzar un acuerdo. Rara vez hay ánimo por parte de las entidades estatales, sobre todo cuando se trata de casos en que se alega la nulidad del acto expedido por ella.

Una posible alternativa a forzar la conciliación es, por ejemplo, que las partes manifiesten al demandar o contestar si existe ánimo conciliatorio. De haberlo, el juez podría, como primera medida, llevar a cabo la conciliación o remitir a las partes a la Procuraduría o cualquier otro centro habilitado para que se intente llegar a un acuerdo. Esto garantizaría que la conciliación no se convierta en un trámite más sino en una oportunidad que ambas partes reconocen como viable para solucionar su controversia.

Otra opción es eliminar algunas de las acciones o medios de control para las cuales es obligatoria la conciliación.

Y puede haber más. Lo importante es reconocer que ha llegado la hora de repensar si la conciliación obligatoria es en realidad una medida idónea. El tiempo ha demostrado que no lo es. Lo lógico es que aprendamos de este error y busquemos otras soluciones, pero no que persistamos en el error pues no hay nada peor que un sistema que se acostumbra a la burocracia mientras sus usuarios, los ciudadanos, continúan a la espera de que quizá, algún día, se haga justicia.