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martes, 6 de octubre de 2020

"Posverdad" suena como si hubieramos superado algo, progresado en algo. Nada más alejado de la verdad.

Posverdad es una forma bonita de llamar a una práctica horrorosa. Así se le dice ahora a la “[d]istorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales” (RAE). Esto debería llamarse como lo que es: corrupción de la comunicación. Y, así como algunos se pueden sentir cómodos con la corrupción de la justicia, también hay quienes han hecho de la “posverdad” su modo de operar e, incluso, de vivir.

Hoy nos enfrentamos a una realidad inédita: pasamos de una época en la que la información era de muy pocos a una en la que la verdad parece ser de cualquiera. La inmediación, inmediatez, masividad y permanencia de la comunicación virtual permiten que, literalmente, de la noche a la mañana, cualquiera pueda difundir contenido a miles de personas en todas las partes del mundo y que este quede conservado en algún espacio del internet a perpetuidad. El ciudadano promedio de hoy tiene más poder de comunicación que el líder más influyente de la historia.

Pero el peligro no radica en el internet, sino en su personalización. Desde 2009, la información que se consulta a través de Google no se presenta de la misma manera a todos los usuarios. Por el contrario, sus resultados se filtran por edad, género, ubicación, historial (y cerca de otros 50 criterios más) para resaltar siempre el contenido que le parezca más atractivo a cada quien. Lo mismo ocurre con Facebook, Twitter, Youtube y, prácticamente, todas las principales plataformas: los resultados se ajustan al perfil y preferencias de cada usuario.

Esto explica por qué cualquier consulta (como si el coronavirus fue fabricado en un laboratorio o si las vacunas causan autismo) puede arrojar resultados diametralmente opuestos para distintas personas sin que ellas mismas lo sepan. Esto se relaciona directamente con la creciente polarización frente a casi cualquier asunto de interés público: la realidad que cada quien ve a través de internet es, literalmente, distinta.

Cuando sólo se le presenta a cada usuario los resultados que corresponde con sus intereses, se corre el riesgo de inducirlo a “filtros burbuja” o las “cámaras de eco”: espacios en los que la única información que llega a la persona es aquella que reafirma sus creencias. En este contexto, el mayor peligro de la desinformación no es tanto que pueda difundirse, sino que se arraige fácilmente. Claro, cuando a alguien solamente se le presenta información que corresponde con sus perfil, es muy fácil que llegue a un convencimiento tan errado como profundo y que no entienda cómo los demás pueden pensar algo distinto.

Algunas personas apenas despertaron interés en este fenómeno con el reciente documental de Netflix, “El dilema de las redes sociales”. Otras, en cambio, deliberadamente lo han aprovechado durante años para elegirse y/o mantenerse en el poder. Discursos irresponsables, difusión de noticias falsas y otras estrategias de “posverdad”, en el contexto de una cámara de eco, rápidamente se convierten en acciones violentas que prenden fuego en la sociedad. Aún está por ver cómo lo apagaremos, pero algo es claro: en el “posincendio”, veremos quiénes tenían las antorchas y de dónde, en realidad, salía el humo.