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viernes, 21 de febrero de 2014

Cuando una persona entra al juego electoral, es decir, se convierte en un candidato para algún cargo de elección popular, rápidamente se da cuenta que lo más importante para ganar una elección no es tener una gran propuesta de campaña, sino la forma en que va a contarla. En la actual contienda 2.386 candidatos se enfrentarán en las urnas, 806 al Senado (30 por la circunscripción Indígena), 1.557 a la Cámara de Representantes y 23 al parlamento Andino. Ante esta gran cantidad de candidatos y de corporaciones a las que se aspira, la confusión puede ser la reina entre el ciudadano común que tiene la política entre sus últimas prioridades y preocupaciones. 

La confusión empeorará si hacemos una rápida y superficial revisión (lo que hacemos la mayoría de los ciudadanos votantes) de las propuestas de los candidatos, pues de fondo no son muy diferentes las unas de las otras: todos ofrecen una política transparente y honesta; todos defienden la paz; ninguno defiende el despilfarro de recursos públicos; todos hablan de eficiencia estatal y transparencia; todos dicen que trabajarán por el empleo y no habrá uno que no crea en la educación como el mejor mecanismo para salir de la pobreza. En fin, aunque no podemos decir que todos son completamente iguales, lo que sí es seguro es que difícilmente alguno tendrá una propuesta completamente única.

Ante este escenario, el problema se traslada del fondo del mensaje a la forma del mismo. ¿Cómo digo mi propuesta? ¿Cómo hago para que la escuchen? ¿Cómo la hago creíble y que se entienda? 

Todos tenemos claro que hay una gran diferencia entre lo que quiero decir y lo que la gente entiende. ¿Cuántas veces no nos vemos en la dificultad para que una persona o un grupo  comprendan lo que les decimos? Contar con una buena idea no garantiza que sea entendida y menos creída. 

Así, en al afán de marcar diferencia e intentar que el mensaje llegué a los votantes, sea comprendido y genere una actitud positiva frente al candidato, con el objetivo de ganar votos, los aspirantes se inventan todo tipo de estrategias para ser escuchados. 

En esta batalla observamos estrategias como: “la vaquerita radical”, personificada por una mujer semidesnuda invitando a votar; las parodias del Gangnam Style, que utiliza el ritmo de esta canción para divulgar el mensaje; o los que se desnudan para mostrar que ellos son los más “transparentes”. Estos candidatos aunque han logrado cierto ruido en medios y ser vistos por un público que de otra forma no se hubiera enterado que existen, probablemente no alcancen el objetivo final del voto. 

Olvidan una premisa del mercadeo político que dice: “a menos que se cuente con algo absolutamente genial, funciona mejor ser tradicional que innovador”. Esto obedece a algo elemental y es que, cuando elegimos a alguien lo hacemos para que nos represente. Esperamos entonces que el representante este dentro de las pautas de comportamiento sociales que permiten calificarlo como alguien serio. Nadie, perdón, casi nadie, quiere al bailarín de Gangnam Style representándolo o un senador que se promocione con mujeres vestidas de enfermeras semidesnudas, enviando semejante mensaje a una sociedad ya de por si machista y excluyente con el género femenino. Ese no es mi caso.

Entonces ¿cómo hacer que se escuche la propuesta y que esta efectivamente persuada al ciudadano a votar? No existe una fórmula mágica y antes que ser una cosa racional, es algo primordialmente emocional. Decidimos por quien activa las emociones necesarias en mí, para alterar actitudes, que luego me lleven al voto. Por esto, candidatos como los Galán, antes que un slogan en sus vayas que resuma un mensaje, resaltan su apellido conscientes de lo que este significa en la memoria colectiva de nuestra trágica historia, logrando con esto de entrada una simpatía “Un hijo de Galán no puede ser malo”.

Entre una maraña de propuestas, difícilmente diferenciables en el fondo, lograr existir y mucho más persuadir a favor del voto al ciudadano, resulta tarea bastante complicada. Es por esto que, el político de profesión sabe que no podrá subsistir indefinidamente a punta de campañas persuasivas para obtener los votos, empiezan a preocuparse por formar una estructura de burócratas que respondan a sus órdenes y garanticen su permanencia en el poder través del tiempo. Casi que inescrutablemente, todos terminan jugando al juego de la mermelada para sostenerse en el poder.