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jueves, 9 de diciembre de 2021

Hace pocas semanas el presidente de la Corte Suprema de Justicia afirmaba con vehemencia el fracaso del sistema penal colombiano actual. No en vano, por ejemplo, según la versión 2021 del Índice del Estado de Derecho (Rule of Law Index) del World Justice Project, que básicamente mide la percepción de legalidad en 139 países, indica que el peor factor de Colombia en este escenario es su pésima calificación a su sistema de justicia penal (0,39/1.00; puesto 119/139). Múltiples causas son las que llevan a este difícil panorama, las cuales son las que deberían ser tenidas en cuenta para poder mejorar el sistema.

Un primer factor de la mala calidad del sistema penal es la larga duración. Esta a su vez, tiene varias razones; con seguridad una de ellas es la misma esencia del sistema actual: la oralidad. Al inicio del sistema acusatorio, nos prometían que un proceso penal duraría apenas meses o incluso semanas; hoy en día, conozco casos que llevan no menos de seis años en indagación en la Fiscalía y juicios que hasta ahora empiezan por hechos ocurridos e imputados hace más de ocho años.

Este panorama no es aislado, por lo que no me equivoco si afirmo que la justicia penal es tan lenta -o incluso más- que antes de la introducción del sistema oral en el país. En últimas, la oralidad, al menos como está planteada y desarrollada en la actualidad, no ha contribuido para nada a que el proceso penal sea más expedito.

Más allá de las varias audiencias que carecen de sentido y colman las agendas de los juzgados, la oralidad se ha convertido en una cuestión que hace más complejo el avance de los procesos, en vez de agilizarlos. Se suponía que la oralidad debería permitir alegar y tomar decisiones con rapidez, de forma concentrada, pero la verdad no ha sido así: un litigante gasta horas exponiendo sus argumentos, cuando la lectura de los mismos en un papel tomaría muchísimo menos; ante la complejidad de los temas y la extensión de las intervenciones, los jueces en no pocas ocasiones deben suspender las audiencias para decidir, ya sea para escuchar el audio de las audiencias o, inclusive, esperar a que otro de los servidores del despacho judicial traslitere la audiencia para luego leerla y poder tomar la decisión correspondiente; o, por poner otro caso, los jueces deben escribir primero sus autos, que luego leerán en una audiencia; por poner otro caso, ni qué decir de lo que sucede en segunda instancia, donde necesariamente deben escuchar una cantidad de horas de grabación, para sustanciar un fallo escrito y luego leerlo en una audiencia, simplemente para ‘respetar’ la oralidad.

En mi opinión, no cabe duda de que esa exigencia a ultranza de oralidad de las actuaciones no contribuye en lo absoluto a la celeridad de los casos, sino, por el contrario, constituye un paso o dificultad adicional en el trámite de los procesos y, por lo tanto, una razón más para su larga duración. ¿Para qué hacer oral lo que hay que volver escrito para comprenderlo? ¿Qué sentido tiene eso?

Pienso que nuestro sistema judicial sería mucho más rápido si una buena cantidad de las actuaciones que hoy deben surtirse oralmente se hacen de manera escrita. Considero que la oralidad solo es interesante y verdaderamente importante en el juicio oral en algunas audiencias preliminares, como las relacionada con la libertad del procesado, pero a audiencias como la acusación o la preparatoria, realmente la oralidad no les da ningún valor agregado; lo que se hace y resuelve en estas, perfectamente podría hacerse por escrito, aumentando así, inclusive, la capacidad de expedición de decisiones en los despachos judiciales.

Hoy es casi que políticamente incorrecto hablar mal de la oralidad. Creo que lo incorrecto es no permitir abrir el debate para repensar el rol de la oralidad en el país, revisar si esta ha servido o por el contrario ha conllevado a más problemas para la aporreada justicia penal. Otras reflexiones sobre la reforma penal las desarrollaremos en la siguiente columna.