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sábado, 1 de agosto de 2020

Sin restar mérito a la importancia de que las normas avancen según las nuevas realidades, también es indispensable cierta seguridad jurídica. En ese contexto, por supuesto que la justicia debe cambiar, pero también pienso que es importante algo de estabilidad en las reglas de juego en la administración de justicia para su legitimidad, y buen funcionamiento.

El sistema de justicia penal acogido en Colombia a partir de 2004 tenía una característica esencial: privilegiar la justicia premial y restaurativa con el objetivo de ahorrar tiempo al sistema judicial a cambio de un tratamiento punitivo menos severo o, incluso, el ‘perdón judicial’. Era un relativo nuevo camino de concebir el sistema judicial, próximo a la usanza de los sistemas anglosajones, que buscaba, entre otros, solucionar la tardanza excesiva de los procesos.

Para pesar de quienes preferimos un sistema judicial eficiente y, al mismo tiempo, con más garantías y oportunidades para las personas involucradas en los procesos -sobre sistemas judiciales ‘seudo- severos’, dizque ‘ejemplarizantes’ y, por supuesto, llenos de sentencias para enmarcar que llegan muchísimos años después de los hechos juzgados-, ese camino correcto iniciado en 2004 se está desviando: las reglas de la justicia penal negociada están siendo cambiadas drásticamente, al punto que cada vez habrán más juicios largos sin impacto positivo alguno sobre la sociedad.

Mediante reformas legales y decisiones judiciales, desde hace varios años se viene restringiendo el sistema de justicia negociada, eliminando o reduciendo posibles rebajas de pena a quienes aceptan los cargos que le formula la Fiscalía, restringiendo la posibilidad de tratamientos punitivos más benévolos incluso para quienes colaboran con la justicia ofreciendo información y ahorrando tiempo y recursos al sistema judicial, y hasta disminuyendo las posibilidades para otorgar principio de oportunidad a personas investigadas.

Ejemplos de esta negativa tendencia son la Ley 2014 de 2019 y la reciente sentencia de la Corte Suprema en materia de preacuerdos. El primero, la ley mencionada pone una arandela a la inhabilidad para celebrar contratos con el Estado por hechos de corrupción, haciéndola aplicable a las empresas cuyos directivos y empleados obtengan principios de oportunidad, lo cual desmotiva la colaboración con la justicia e, inclusive, una pronta reparación al Estado.

El segundo, en la sentencia (SP2073-2020) la Corte Suprema, con base en una decisión previa de la Corte Constitucional (SU-479-19), señaló un significativo número de condiciones a los preacuerdos que, en la práctica, implica la existencia de más juicios, esto es más congestión del sistema y decisiones judiciales tardías.

Quienes promueven limitaciones a la justicia premial lo hacen supuestamente disminuir la corrupción, proteger los derechos de las víctimas o aprestigiar el sistema judicial. Claramente esas metas no se han cumplido ni se lograrán restringiendo la justicia negociada. Este erróneo camino conlleva en realidad menor posibilidad de reparación a las víctimas, un sistema más proclive a la corrupción y sobre todo un aparato judicial más lento, menos justo.

Antes que limitar la justicia negociada debe fortalecerse. Un sistema judicial sin posibilidades amplias de negociación no ofrece soluciones a los conflictos de los ciudadanos; esa falta de estabilidad en las reglas de justicia negociada implica menor confianza en las instituciones y menores garantías los intervinientes en los procesos.