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martes, 12 de junio de 2018

Por estos días ha generado bastante ruido la aparición en EE.UU. del movimiento conocido como el “Hipster Antitrust” o “neo-Brandeis”, que sostiene que la protección del consumidor, como eje y fundamento del derecho de la competencia, se queda bastante corto y deviene en un objetivo demasiado restrictivo y estrecho de esa política.

Sus promotores arguyen que el régimen de competencia se limita a analizar el impacto de las conductas restrictivas en los consumidores e ignora por completo los efectos que ellas pudieran tener en el interés público. Así, quienes hacen parte de esta tendencia abogan por que en el examen del carácter anticompetitivo de un determinado comportamiento se ponderen factores muchísimo más amplios como el desempleo, la desigualdad social, la movilidad de los trabajadores, las disparidades salariales, el poder político, la acumulación de la riqueza y los perjuicios a las pequeñas empresas, que a veces no tienen, en razón de su tamaño, ninguna posibilidad de permanecer en el mercado.

Para los “neo-Brandeisianos” lo que representa un beneficio para el consumidor podría menoscabar alguno de estos objetivos políticos y sociales que no pueden ignorarse.

Sin embargo, no son pocos los detractores del movimiento que señalan que sus propuestas enfrentan la dificultad de armonizar el interés público con los particulares propósitos de la normativa “antitrust”, carecen de un plan de acción claro y estructurado sobre cómo habría de implementarse el nuevo estándar y, en consecuencia, proporcionan una mayor discreción a las agencias antimonopolio en su aplicación, lo que aumenta la incertidumbre en torno de sus decisiones.

En esta medida, quienes se sitúan en este lado del debate sostienen que algunos de los objetivos de política pública son más compatibles con otras formas de política y reglamentación, distintas a la implementación del régimen antimonopolio.

Por esta razón, consideran importante que esta regulación no pretenda suplantar la que se ha expedido con la finalidad específica de reglar esas otras metas de carácter político y social.

En este sentido, los expertos reunidos en el “Competition Law Spring Conference” de la Asociación Canadiense de Abogados el pasado 10 de mayo en Toronto, concluyeron que la ley de competencia no puede encargarse de solucionar temas como las malas prácticas laborales y los salarios bajos, sino que debe “mantenerse en su carril” como lo señaló Vicky Eatrides, comisionada de la Oficina de Competencia de Canadá.

Aunque los opositores del “Hipster Antitrust” pueden tener razón en que estos temas trascienden el ámbito de la competencia, mal se haría en desconocer que existen objetivos de interés público que debieran tener prevalencia sobre las normas “antitrust” y, en este contexto, no sería descabellado pensar en definir mejor las prioridades y en establecer algunas excepciones específicas a las leyes antimonopolio. Así, en países como Colombia, en donde impera el abandono de muchos sectores de la población, podría examinarse la posibilidad de morigerar la aplicación del régimen de competencia en ciertas circunstancias para facilitar el desarrollo de modelos que de otra manera no serían posibles. Es el caso por ejemplo de los modelos asociativos o de colaboración para el desarrollo de esquemas conjuntos de comercialización para las Mipyme. Si bien estas figuras pueden no generar beneficios directos para los consumidores, ellas permiten alcanzar mayores eficiencias y reducir los costos de esas empresas, razón por la cual representan una alternativa para promover el desarrollo de sus sistemas y redes de distribución.

Por consiguiente, el verdadero debate se debe dar en torno de la definición de prioridades de conformidad con la realidad social y económica de cada país.