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lunes, 26 de marzo de 2018

El catálogo de conductas prohibidas por ser restrictivas de la competencia está contemplado principalmente en los artículos 1º de la Ley 155 de 1959 y 47, 48 y 50 del Decreto 2153 de 1992. Sin embargo, esas normas no distinguen los acuerdos horizontales (los realizados entre competidores) de los verticales (los convenidos entre agentes ubicados en los distintos niveles de la cadena productor-distribuidor-minorista), lo que significa que, en principio, ambos tipos de convenios están proscritos con el mismo recelo, sin que se permita siquiera, como ocurre en el resto del mundo, ponderar los posibles efectos pro competitivos, de eficiencia o los beneficios derivados para el consumidor de las conductas verticales.

Así, los acuerdos de distribución exclusiva pueden restringir la competencia intra-marca (entre productos de la misma marca) pero al mismo tiempo promover vigorosamente la competencia inter-marca (entre productos de distinta marca) que es la que realmente es relevante.

Por esta razón, en los EE.UU. este tipo de acuerdos está sometido a la denominada “regla de la razón” de conformidad con la cual los operadores del derecho tienen que evaluar los efectos pro competitivos o los beneficios para el consumidor y contrastarlos con los efectos anticompetitivos del mismo para determinar cuáles prevalecen.

A su vez, la ley de la UE excluye estos acuerdos de las prohibiciones y para esos efectos se han expedido criterios que contemplan los requisitos que deben cumplir para beneficiarse de la excepción.

En este sentido, las “Directrices relativas a las restricciones verticales” expresan que, de ordinario, ellas son menos perjudiciales que las horizontales y que usualmente los problemas surgen cuando la competencia inter-marca es insuficiente, es decir, cuando el proveedor, el comprador o ambos ostentan un cierto grado de poder de mercado (cuotas de mercado superiores al 30%).
La ley colombiana tampoco contempla, de manera expresa, la posibilidad de celebrar acuerdos de colaboración empresarial entre competidores, independientemente del beneficio que ellos traigan para el escenario concurrencial o de las mejoras en eficiencia que se deriven de los mismos, aunque existen unas guías de la SIC sobre el tema.

Otra reforma que se reclama es la derogatoria de la prohibición general consignada en el artículo 1º de la Ley 155 de 1959, que es una norma en blanco en donde puede encajar cualquier conducta. Esta disposición quebranta el principio de tipicidad, en la medida en que consagra conceptos indeterminados tales como el de los “precios inequitativos”, que obedecen más a una noción filosófica que a una económica o jurídica. No existe además ningún parámetro en esa norma para determinar lo que debe entenderse por este concepto. ¿Cuándo un precio es inequitativo? ¿Cuando es alto o cuando genera muchas utilidades? Este precepto conlleva el peligro de que la autoridad de competencia se convierta en un órgano regulatorio de precios con el agravante de que las infracciones pueden tipificarse en el mismo momento en que el agente económico resulta sancionado por incurrir en esa conducta.

La situación anterior atenta de manera grave, no solo contra la seguridad jurídica sino contra los principios del mercado y de la libre iniciativa privada. La tarea pendiente en este campo es ambiciosa y debe acometerse cuanto antes.