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martes, 4 de junio de 2019

Los efectos anticompetitivos que supuestamente podrían derivarse de la participación accionaria de inversionistas institucionales -fondos de inversión, bancos, fondos de pensiones, compañías de seguros- en empresas que son competidoras, han comenzado a despertar preocupaciones en el ámbito del Derecho de la Competencia estadounidense durante los últimos años.

Con base en dos estudios, uno en el mercado de las aerolíneas y otro en el bancario que concluyeron que, con posterioridad a la realización de este tipo de inversiones, los precios en esos mercados subieron, autores como Fiona M. Scott han planteado una tesis que, a mi juicio, raya en la paranoia.

Sostiene la señora Scott que la inversión de estos agentes en empresas competidoras debe ser sometida a diversos remedios que pueden ir hasta la prohibición de estas operaciones.

No obstante, en ningún momento señala que los estudios expliquen que el alza en los precios fuera ocasionada por la presencia o influencia de los inversionistas, por lo que parecería tratarse de meras coincidencias y conjeturas

Por la razón anterior esa tesis ha sido severamente cuestionadas.

En concreto, hace pocos días, Holly J. Gregory, en un artículo publicado en Competition Policy International, adujo que las teorías anteriores carecen de fundamento por cuanto los accionistas de portafolios de inversión no participan en la toma de decisiones propias del curso ordinario de los negocios de las empresas receptoras de sus inversiones. De tal suerte que ellos carecen de la posibilidad de fijar precios, productos y participación en el mercado en determinadas zonas geográficas, decisiones que son de la órbita de los órganos directivos y de administración de la sociedad. De ahí que las eventuales intenciones de los inversionistas institucionales estén lejos de tener un impacto en variables como el precio.

En ese orden de ideas, no es admisible establecer restricciones sobre la participación de inversores institucionales en empresas competidoras, con base en simples especulaciones, toda vez que no hay prueba de que exista una relación de causa y efecto entre estas inversiones y los supuestos incrementos de los precios realizados por las empresas receptoras.

No debe perderse de vista que la diversificación de portafolio hace parte de la esencia de la libertad de empresa, por lo que este tipo de restricciones o prohibiciones serían contrarias a la iniciativa privada.

Cosa diferente sería si, en cualquier momento, se llegara a comprobar que el alza de precios es resultado de un acuerdo restrictivo, propiciado por los inversionistas institucionales, en cuyo caso el remedio consistiría simplemente en aplicar las sanciones contempladas en la ley de competencia pero de ninguna manera en prohibir las inversiones de portafolio en empresas competidoras.

Verdaderamente inquieta que sugerencias como las que se discuten hagan carrera, porque ello puede llevar a Estados cada vez más intervencionistas, que se inmiscuyan de manera exagerada en la vida de los ciudadanos y de la comunidad empresarial. Cada nueva prohibición, cada trámite adicional que no esté planamente justificado, implica una correlativa restricción a los derechos civiles y constituye una carga, un arancel administrativo que grava la iniciativa privada. En cuestión de intervención del Estado hay que tener muy presente la frase acuñada por E.F. Schumacher: “small is beautiful”.