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viernes, 15 de febrero de 2019

Resulta fácil a los activistas de diversos sectores promover la idea de un país libre de minería y actividad petrolera.

Generalmente coinciden en estas manifestaciones, quienes también propenden por ampliar la cobertura del sistema de salud, de la educación pública, mejorar los salarios de los jueces y maestros, en general, ampliar en calidad y expansión la cobertura de servicios del Estado.

¿Son estas peticiones legítimas? Por supuesto que sí, pues se trata de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos en un país profundamente desigual, por ende, en el fondo todos deberíamos asentir frente a estas demandas y apoyar a quienes asumen como propias estas causas.

En el último bimestre de 2018, veíamos igualmente y de forma simultánea a las protestas por el presupuesto de educación, nutridas marchas en contra de la propuesta de reforma tributaria cuyo objetivo era inicialmente mitigar el déficit del presupuesto nacional y que terminó aprobándose a sabiendas de que será necesaria una nueva reforma, ojalá la próxima vez, estructural.

El problema no son las protestas, sino la desconexión general de estas aspiraciones con la realidad económica del país y la dificultad de satisfacer las demandas sociales con un presupuesto es deficitario.

En este escenario, se hace relevante entender de dónde viene el dinero que financia el gasto público y como se compone el Presupuesto.

El Presupuesto General de la Nación para 2019 es de $258,9 billones, de los cuales $41,4 billones se destinarán a educación y $32,3 billones a salud y protección social.

A su vez las rentas del Estado serán de $244 billones, es decir, hay un déficit de $15 billones. El presupuesto de inversión aprobado es de $38,4 billones.

Por su parte, el presupuesto de ingresos del Sistema General de Regalías es de $18,5 billones para el bienio 2019-2020, de los cuales $15,2 billones provienen de hidrocarburos y $3,2 billones a minería. Esta última cifra en comparación con la del bienio 2017-2018 creció en 60% gracias al aumento en los precios internacionales y al aumento en la explotación de níquel y carbón y representa un poco menos de la mitad del presupuesto anual de educación.

Siendo esta la situación, es pertinente preguntarse, ¿cómo reemplazar los ingresos provenientes de explotación minera y petrolera qué tan importante participación tienen en la financiación del Estado?.

A los activistas ambientales, a quienes han promovido en las regiones el falso dilema de petróleo o vida, o petróleo o agua, a quienes satanizan cualquier tipo de actividad minera sin consideración de realidad económica de las regiones y desconocen la importancia de ésta en la generación de empleo local, les corresponde también contribuir con el análisis de este dilema pero sobre todo, aceptar que en el discurso anti extractivo hay un alto porcentaje de desinformación y mucho amarillismo.

A las empresas por su parte, sin duda les compete aceptar su cuota de responsabilidad en la desconexión de su actividad con el territorio y las comunidades y entender que, lo que se llama “licencia social” es hoy en día una de los desafíos más importantes del sector.