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sábado, 20 de junio de 2020

La jurisprudencia nacional ha evolucionado en lo atinente a la competencia de los árbitros para juzgar actos administrativos expedidos con ocasión del ejercicio de potestades excepcionales, pero aún mantiene restricciones que vale la pena revisar. Grosso modo, el Consejo de Estado sostuvo inicialmente que los actos administrativos debían excluirse de la competencia de los árbitros, pues su juzgamiento debía ser exclusivo del juez contencioso (Rad. 16.394 y 16.973).

Posteriormente, cambió su jurisprudencia, estableciendo en Sentencia de 10 de junio/09, con apoyo en la Sentencia C-1436/00, lo siguiente: los árbitros no pueden conocer únicamente de los actos administrativos relacionados con las potestades del artículo 14 de la Ley 80/93, esto es, aquellos que interpreten, modifiquen y terminen unilateralmente el contrato o declaren su caducidad.

Contrario sensu, dejó claro que pueden conocer de la legalidad de los actos administrativos que declaren el incumplimiento del contrato, impongan multas y la cláusula penal, liquiden el contrato o cualquier otra decisión que no tenga su fundamento en el mencionado artículo. Si bien se ha avanzado, considero que llegó el momento de una reforma legislativa que elimine cualquier restricción en la competencia, por cuatro razones jurídicas.

Primero, el artículo 116 de la Constitución autoriza a los árbitros para ser jueces integrales de los asuntos sometidos a su conocimiento, por lo que su función jurisdiccional no debería verse restringida a la expedición de los actos administrativos del artículo 14 de la Ley 80/93. Las partes habilitan a los árbitros para resolver cualquier controversia, y tal habilitación se da sin limitaciones y con la voluntad de que se conviertan en jueces de cualquier diferencia contractual.

Segundo, los actos administrativos del artículo 14 son decisiones que están estrechamente ligadas a la ejecución del contrato. Más aún, son actos administrativos de contenido subjetivo, que afectan únicamente la relación contractual, por lo que no parece existir justificación para sustraerlos de la competencia de los árbitros. Cosa distinta sería si se tratase de un decreto reglamentario general que pudiera incidir en el contrato, en cuyo caso la competencia debe estar reservada al juez contencioso.

Tercero, la distinción actual ha obligado a incurrir en ‘ficciones’ jurídicas, sin sustento dogmático, para sostener que un Tribunal sólo hizo juicios con respecto a la parte económica, obviando el juicio de ilegalidad. Esto dificulta el trámite arbitral y es fábrica de vicios innecesarios que se alegan en el recurso de anulación.

Cuarto, la restricción de la competencia, sustentada en la soberanía y en la imposibilidad de delegar competencias del juez contencioso, se fundamenta en un derecho administrativo que parte de la noción de prerrogativa pública y del poder de imperium del Estado. Eso ha cambiado pues el contrato estatal busca satisfacer un servicio público, y supone que el contratista ejerce muchas veces funciones administrativas, actuando como colaborador de la administración.

Las razones expuestas pueden servir de fundamento para un cambio legislativo. Tal vez llegó la hora de poner fin a la ‘gimnasia’ jurídica, y sin eufemismos otorgarles competencia a los árbitros para conocer de decisiones vitales para la ejecución del contrato, aumentando la seguridad jurídica y dándole mayor eficiencia a la administración de justicia.