No es un secreto ni mucho menos una novedad que, la asunción de riesgos en el marco de la ejecución de los contratos estatales se convierte en una dificultad que impide que los mismos se desarrollen bajo los parámetros que honran el espíritu de las partes al momento no solo de su celebración, sino incluso de su planeación, toda vez que las dinámicas que se presentan a lo largo de su ejecución, terminan evidenciando y hasta desnaturalizando su esencia, al establecer que deberán estar a cargo de la parte que se encuentre en mejor posición de asumirlos.
Bajo dicho escenario, recientemente la Sección Tercera del Consejo de Estado1 con la claridad y contundencia que el tema amerita, manifestó en el marco del análisis de una controversia contractual donde se debatió si el pago de costos derivados de tres prórrogas del negocio jurídico, deberían ser asumidos por el interventor o por la entidad, que las erogaciones derivadas de la mayor permanencia debían ser asumidos por el contratista, en virtud a que no se presentaron pruebas que demostraran que los costos superaban los umbrales de previsibilidad establecidos en el contrato.
Adujo el máximo Tribunal de lo Contencioso Administrativo que, aunque el riesgo de mayor permanencia fue considerado como parte de las condiciones económicas pactadas inicialmente, su materialización no podía verse como una alteración del equilibrio financiero del contrato, por tanto, los costos adicionales generados por las prórrogas debían ser cubiertos por el contratista.
También indicó que el riesgo de mayor permanencia frente al personal inicialmente previsto, debía ser asumido por este. A su turno, la Sala concluyó que no se demostró que las causas de las tres prórrogas del contrato de interventoría fueran atribuibles a la entidad contratante, por lo cual, tanto los efectos como los costos derivados de la mayor permanencia debían ser soportados por el demandante según la distribución de riesgos establecida en el contrato.
Finalmente, el Consejo de Estado mencionó que el contratista no proporcionó evidencia de los costos en los que incurrió durante el período de mayor permanencia ni demostró que estos hubieran causado un déficit que justificara el restablecimiento del equilibrio económico del contrato.
Lo anterior, sin lugar a dudas, demuestra que cualquier reclamación que se pretenda elevar necesaria e inevitablemente debe hacerse en el marco obligacional del negocio jurídico, contemplando siempre aquellos aspectos que de manera razonable puedan quebrantar el álea normal del mismo, pues de lo contrario, su futuro ante el juez natural del contrato está destinado al fracaso.
No es plausible orientar el actuar de un oferente con la teoría de “lo importante es ganar, firmar, y luego vamos mirando que hacemos”, o de un contratista en plena ejecución cuando por su mente ronda el “reclamemos a ver que nos dicen”, pues claramente está demostrando su flacidez y repelencia frente al principio de planeación en el primer caso, y el maltrato y desconocimiento principalmente al principio de la buena fe contractual en el segundo, actuaciones reprochables en el ámbito mercantil.
No es lo mismo reclamar con argumentos sólidos desde lo planificado, convenido, asumido y
probado, que reclamar con presupuestos alejados de la realidad negocial por más lógicos y
razonables que parezcan. En ese sentido, es mejor reclamar, que cañar.
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