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lunes, 13 de diciembre de 2021

En principio y en teoría, siempre que una entidad estatal impone una sanción a una empresa genera un efecto positivo para los mercados. Esto, pues la sanción -hecha pública a través de los medios oficiales de comunicación- genera un efecto disuasivo entre los demás agentes del mercado, lo que conlleva a que más empresarios se alineen con el cumplimiento de las normas jurídicas y de las reglas tácitas de buen comportamiento colectivo.

Sin embargo, dicho postulado está lejos de ser válido en todos los casos, pues hay muchos factores adicionales que se deben considerar antes de llegar a una conclusión definitiva sobre el efecto positivo de la sanción. Por un lado, y empezando por lo más obvio y evidente, para que la sanción tenga ese efecto, la misma debe ser justa. Debe consistir en una respuesta proporcional y razonable frente a un incumplimiento debidamente corroborado, respecto de una prohibición anteriormente establecida. Una sanción injusta genera el repudio de la colectividad y produce el efecto contrario.

En segundo término, el raciocinio jurídico que subyace a la sanción debe estar alineado con los precedentes proferidos por la misma autoridad o por autoridades análogas. Cuando una decisión rompe sin razón justificada la línea jurisprudencial o doctrinal respectiva, provoca un daño en la seguridad jurídica y en la confianza legítima, que normalmente es muy superior al beneficio derivado del efecto disuasorio. En el balance neto, el resultado es adverso.

Por otro lado, en lo que tiene que ver con la libre competencia, para que una decisión administrativa genere un saldo a favor en el balance de las políticas públicas, es necesario que no genere barreras de entrada innecesarias a los mercados. En Colombia al menos, la mayoría de los mercados son insuficientemente competidos, lo cual de por sí es dañino para los consumidores, por el bajo incentivo que se genera para la reducción de los precios, la mejora de calidad y el incremento de la innovación.

Si hipotéticamente hubiésemos de escoger, es preferible un Estado haciendo lo máximo posible para incentivar la competencia y para dinamizar los mercados, que un Estado sancionando a los agentes ya presentes en el mercado, pues lo primero resulta mucho más efectivo para proteger a los mercados y a los consumidores finales.

En ese sentido, y si bien no estamos en contravía de que las autoridades ejerzan con rigor sus facultades sancionatorias, es importante tener en cuenta que en algunos casos durante el ejercicio de la función sancionadora las autoridades terminan creando estándares jurídicos que dificultan la actividad empresarial o la hacen más costosa.

En el afán de construir argumentación sólida para poder darle sustento a una decisión sancionatoria, las autoridades se ven atraídas por el impulso de darle a las normas la lectura más estricta posible, la cual puede hacer sentido en el caso individual, pero no en el plano general. Y así, por proteger el árbol olvidan el efecto adverso que su decisión puede tener en el bosque completo, pues cada caso nuevo fallado agrega un nivel adicional de complejidad a la entrada de nuevos jugadores al sector respectivo.

Cuando la acción sancionatoria individual genera una sensación generalizada de inseguridad jurídica y aumenta significativamente los requisitos legales para entrar o para mantenerse en el mercado, el efecto disuasorio positivo se ve superado de lejos por el impacto adverso derivado de la ausencia de nuevos empresarios dispuestos a invertir y a apostar por el respectivo sector de la economía. Cada entidad pública con funciones sancionatorias debería mantener dicho balance en mente todo el tiempo. Y para ello, debe valorar comparativamente si los mismos o mejores efectos se pueden conseguir con mecanismos alternativos, como la educación, la orientación previa y preventiva, o la generación de incentivos positivos de comportamiento.