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sábado, 28 de noviembre de 2020

En Colombia hay sectores hiperegulados como el sector financiero, el sector eléctrico, el aeronáutico, el sector de la salud, las telecomunicaciones, el de transporte, o los servicios públicos, entre otros. También hay un gran cúmulo de regulación con un importante nivel de penetración en muchos otros sectores o segmentos tales como: Restaurantes, entretenimiento, hoteles, tiendas de retail, comercio electrónico, la construcción, las actividades agrícolas y la prestación de servicios profesionales.

Los sectores altamente regulados son también fuertemente vigilados. Existen más de 20 superintendencias encargadas de ejercer funciones de inspección, vigilancia y control sobre las empresas privadas que operan en su campo, funciones que en ocasiones están también asignadas a entidades de otra naturaleza, como ministerios, comisiones de regulación o agencias estales.

Aparte, están los organismos de control, la Fiscalía y los Jueces de la República, que apuntan a asegurar por los particulares el cumplimiento de todo el ordenamiento jurídico.

Si bien es claro que, siguiendo los postulados de Montesquieu, a efectos de conseguir un equilibrio en el ejercicio del poder público, en el plano horizontal dicho poder está dividido en tres ramas independientes (ejecutivo, legislativo y judicial), cabe formularse la pregunta de ¿cuál es la correcta distribución del poder en el plano vertical? ¿cuál es el justo balance entre el sector público y el sector privado?.

El empresario colombiano sabe que tiene que destinar una parte de su tiempo y el de varios de sus directivos y empleados a responder requerimientos y atender visitas de su supervisor, lo que, por demás, no elimina el riesgo de investigación o sanción. Muchas actividades están sometidas a un permiso previo, lo que implica grandes esfuerzos aún antes de empezar a producir.

Contar con un sistema tan profundo de policía administrativa no es necesariamente malo, pero el problema es que está muy concentrado en las empresas formales de mayor tamaño y que nadie cuida -desde una mirada superior y transversal- el justo balance del ejercicio de supervisión. Así, el esquema puede resultar tan invasivo de la esfera privada que, en vez de ayudar, puede terminar agravando la situación de baja competitividad y productividad del sector empresarial.

Santiago Levy, investigador del Instituto Brookings, en reciente charla en el Consejo Privado de Competitividad, decía que en Colombia hay un uso muy ineficiente de los recursos productivos, pues más del 60% de la capacidad laboral está subutilizada, al estar atomizada en pequeños emprendimientos que tienen pocas probabilidades de éxito, pues, entre otras cosas, cuentan con una capacidad nula o baja de acceder al crédito y a las tecnologías.

El número de empresas en Colombia es comparativamente alto, pero dichas unidades empresariales, en su mayoría, tienen un bajo impacto en su capacidad de generar riqueza y empleo y, por ende, no aportan gran cosa al producto interno bruto, ni ayudan lo suficiente para reducir los altos niveles de informalidad.

Quizás, en vez de hacer tantos esfuerzos en el lado del control y el castigo, el país debería pensar en darle cabida a una estrategia de alto nivel dirigida a la desregularización, donde el Estado le dé más protagonismo a su rol como jalonador del sector empresarial y creador de oportunidades y se concentre, entre otras cosas, en ayudar y asesorar a los pequeños y medianos emprendedores a juntarse en proyectos de mayor envergadura, aptos para enfrentar la dura competencia.