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martes, 16 de agosto de 2022

Los procesos judiciales tienden a ser demorados en la mayoría de los países del mundo. Involucran complejidades y ritualidades que normalmente son imprescindibles para proteger de forma equilibrada los derechos de las partes y de los demás intervinientes.

Sin embargo, usualmente los efectos de la mora judicial generalizada se logran mitigar con el correcto aprovechamiento de la tecnología y mediante la utilización de modelos de procedimientos simplificados que, sin desproteger las garantías procesales, se basen en la formulación de reglas claras de aplicación breve y perentoria.

En nuestro país se han hecho múltiples intentos sin mayor éxito para simplificar el procedimiento y para aplicar la innovación tecnológica, especialmente mediante la incorporación del expediente digital. A pesar de los gigantescos esfuerzos de años y la gran cantidad de dinero invertido, el problema de la mora judicial persiste y en algunos segmentos se acentúa de manera muy severa.

En nuestro país un proceso judicial puede llegar a durar más de 15 años, según la naturaleza de que se trate, lo que nos ubica como una de las jurisdicciones más ineficientes del mundo, en lo que hace referencia a la calidad del servicio de administración de justicia. El problema que ello genera es inmenso, pues una justicia demorada es muchas veces equivalente a una total denegación de justicia.

Una sentencia demorada, aún justa y correcta, usualmente no satisface adecuadamente el derecho del beneficiario a una reparación o una declaración, inclusive cuando viene monetariamente actualizada, en la medida en que las circunstancias que rodean al destinatario al momento del fallo pueden ser muy diferentes a las que se tenían para la época de la demanda.

Obviamente, la situación es aún más gravosa en la hipótesis de un fallo que, además de demorado sea injusto o contrario a derecho, pues la persona se ve privada indebidamente de un bien público que ha debido recibir (el acto de justicia), después de haber sido sometido a una prolongada espera, lo que implica una segunda victimización.

Es tan largo el tiempo de espera en Colombia y son tan inocuos los esfuerzos realizados en los últimos tiempos, que resulta inevitable preguntarse si existen otros factores estructurales que estén impidiendo conseguir el anhelado objetivo de agilizar el sistema judicial. Así, por ejemplo, cabe preguntarse si existe un factor cultural que medra en todo el aparato judicial y que lleva a abogados, jueces, y demás operadores judiciales a demorarse más de la cuenta en cada una de las actividades que componen el proceso judicial.

Es difícil sostener que existe un factor irremediable en la cultura judicial colombiana pues, para empezar, si se mira la naturaleza humana, encontramos que, por lo general, los humanos tendemos a buscar la culminación de los procesos en curso, hablando en sentido amplio.

Normalmente, las personas quieren dar de alta situaciones abiertas y buscan la manera de no dejar sus asuntos sin resolverse de manera indefinida. Con esa misma lógica, un juez y su equipo de trabajo deberían apuntar en el sentido de sacar de su gaveta de pendientes el máximo número posible de casos cada año.

Por lo anterior, lo que parece vislumbrarse es que existen en el sistema incentivos negativos o perversos que estimulan un comportamiento procrastinador. La remuneración salarial de los jueces y operadores judiciales no varía en función de la mayor agilidad en la evacuación de casos y, por el contrario, el juez demasiado diligente resulta paradójicamente pagando un “costo” más alto, en la medida en que resulta recibiendo más casos y trabajando más.

En ese sentido, en la difícil tarea de acabar de descubrir los factores que impiden que las estrategias de descongestión judicial y las demás medidas orientadas a agilizar el servicio de justicia funcionen, es importante detectar factores que generan incentivos negativos y procurar su eliminación o modificación.