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lunes, 8 de julio de 2019

A los empresarios de este país les toca duro. Pagan impuestos muy altos y, además, están sometidos a diversas cargas regulatorias, que los obligan a tramitar licencias, obtener permisos, presentar reportes o atender visitas, todo lo cual en su conjunto termina agobiando el día a día de la empresa y afecta seriamente su competitividad. Cada sector tiene regulaciones distintas y el nivel de penetración es variado, pero, en general, se puede decir que la actividad empresarial está muy regulada.

Precisamente, en los años 80s en los Estados Unidos llegó una ola muy extendida de desregulación, porque se demostró que el exceso regulatorio traía consecuencias nefastas para la economía, al elevar drásticamente los costos de transacción y aumentar la inseguridad jurídica, elemento crítico para cualquier emprendedor. Esto, sin contar con el alto riesgo de captura del regulador, que se potencializa en ambientes muy regulados.

La situación de los empresarios en nuestro país sigue siendo muy adversa, puesto que, aparte de los altos impuestos y la elevada carga regulatoria, se desenvuelven en medio de un precario sistema de justicia empresarial.

La oferta del sistema judicial para resolver conflictos entre empresarios es escasa, lejana, compleja y de baja calidad.

Los empresarios no la tienen fácil para resolver conflictos de naturaleza comercial, puesto que los procesos judiciales que tienen a su alcance son demorados, costosos y están rodeados de una enorme incertidumbre en sus resultados, por falta de claridad en la doctrina y la jurisprudencia.

El problema se nota fácil al observar procesos que deberían ser joyas de la corona y cuyo funcionamiento está lejos de lo deseado, como las controversias relacionadas con el dumping, las quejas en materia tributaria en la Dian, e incluso los conflictos marcarios y los procesos de competencia desleal.

Lo más grave es la inaceptable demora de la justicia ordinaria para darle curso a un proceso regular en el que se pretenda hacerse valer un contrato o, más aún un título valor. Los procesos ordinarios pueden tardar más de 10 años, sin problema, y muchos ejecutivos pasan de los 4 o 5 años, a pesar de estar de por medio un documento con obligaciones claras, expresas y exigibles.

Si hubiera una mayor consciencia del impacto que la falta de una buena y rápida justicia tiene sobre la capacidad de competir de las empresas y la productividad de la economía, se estarían protegiendo esos procedimientos de forma más cuidadosa y estarían ubicados en la máxima prioridad de la política pública.

Y esto, en especial, si se tiene en cuenta que, por regla general, el problema de la justicia no es de falta de recursos, sino de falta de gerencia y de claridad en la política pública de gestión. Basta ver que la productividad de los jueces es baja en comparación con muchos países.

La justicia es un bien público esencial para todos los colombianos, sean estos empresarios o no. En el caso de los empresarios, la urgencia de una buena y pronta justicia no se asocia únicamente a la necesidad del servicio en sí mismo, sino además a la relación directa que ello tiene con la competitividad empresarial y el desarrollo económico. No creo que hagan falta más razones para actuar de inmediato.