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lunes, 11 de abril de 2022

En el capitalismo clásico impera el concepto de libre mercado, según el cual la asignación de bienes y servicios se deja a merced de la oferta y la demanda. Así, el precio de una cosa se va formando por la interacción de cantidades demandadas por los consumidores y las cantidades ofertadas por los productores en determinado momento, sin intervención alguna del Estado.

Con excepción de los bienes o contratos ilegales o excluidos del comercio, todos los bienes o servicios son susceptibles de ser vendidos. Incluso, en virtud de la libertad de empresa y del principio de que a los particulares les es dable realizar cualquier actividad mientras no esté expresamente prohibida, cualquier persona es libre de crear un nuevo bien o idearse un nuevo concepto de servicio, fijar el precio y cobrar por ello.

Pero, ¿hay un límite moral? ¿puede la sociedad repudiar la comercialización de ciertos bienes o servicios por motivos morales? Esa es la pregunta que busca responder Michael Sandel en su libro ‘What money can’t buy’ , donde se abordan ejemplos polémicos y muy interesantes.

El autor muestra cómo cada día se expanden los mercados más y más, pues se corre constantemente la raya de aquello a lo que se le pone precio. Ahora, por ejemplo, algunos países han lanzado políticas públicas tendientes a evitar que las madres drogadictas engendren hijos, ofreciéndoles un pago por su esterilización. Algo similar ocurre en algunos países africanos con las personas contagiadas de VIH. Asimismo, a pesar de que muchos discuten la validez ética de ello, se han extendido en los Estados Unidos programas de escuelas públicas que conceden un pago en efectivo a los estudiantes que obtengan una calificación de A, o demuestren que han leído un libro.

Otras ampliaciones de los mercados se dan en los pagos para no hacer filas. Se paga por el acceso a una línea rápida para evitar el tráfico en las grandes autopistas o para sobrepasar los controles de seguridad en los aeropuertos. Incluso, se ha creado un mercado de “hacer la fila por otro” en el que se paga a una empresa que consigue personas (posiblemente desempleados o simplemente personas que tienen tiempo suficiente) dispuestas a pasar varias horas haciendo fila para entrar a una audiencia del Congreso de los Estados Unidos o a un concierto de música.

Los defensores a ultranza de las leyes del libre mercado defienden la proliferación de estas nuevas formas de consumo, señalando que los mercados no tienen ética y que simplemente se ajustan siempre que haya personas dispuestas a pagar por ello.

Los detractores de esta tendencia, como Sandel, indican que es deber del Estado generar un debate público y saber fijar un límite claro para proteger ciertos valores que se deben mantener ajenos a la lógica capitalista. De lo contrario, terminaremos poniendo precio a los valores públicos de más elevada categoría como la libertad, la democracia o la propia vida.

El autor agrega que el aumento de la mercantilización de todo lo que nos sucede en sociedad conlleva además un crecimiento de la brecha de desigualdad social, pues cada vez resulta menos factible acceder a condiciones de bienestar sin pagar dinero por ello, lo cual lógicamente repercute de forma más adversa sobre las personas de menores ingresos.