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miércoles, 6 de julio de 2022

Al sistema legal colombiano se le acusa, razonablemente, de sufrir (o gozar más bien) de un “fetichismo normativo desbordado”. Con esta expresión, se quiere resaltar nuestra fe en la capacidad de las normas de garantizar comportamientos adecuados con su mera existencia. Así, ante su ausencia, la solución (ante la pasividad de los órganos encargados de crearlas) es inventarlas. La gestión del conflicto de interés de un administrador en una sociedad no es ninguna excepción.

Ciertamente, parece no haberse entendido cómo un administrador gestiona un conflicto de interés. En general, la elección del mecanismo para su revelación y administración es el más costoso: la intervención del máximo órgano social (con todos los formalismos que comporta). Lo anterior, con fundamento en lo establecido en el numeral 7 del artículo 23 de la Ley 222 de 1995 (reglamentado por el Decreto 1925 de 2009). Esto es así porque se ha asumido que este órgano debe intervenir ante la mera existencia de un conflicto de interés. No obstante, al tenor literal del artículo, lo que debe hacer un administrador cuando determine que se halla bajo un conflicto de interés es abstenerse de participar en el acto que lo configure; nunca se estableció la necesidad de convocar a la asamblea para que el administrador cumpla con dicho deber.

Otra interpretación sería el epítome de nuestro fetichismo normativo: exigir una autorización para cumplir un deber; algo así como pedir permiso para no pasar un semáforo en rojo. El único escenario en el que el administrador debe convocar a la asamblea es cuando desee participar en el acto que materializa el conflicto. Este es el escenario reglamentado, para el cual se prevé no solo la convocatoria de la asamblea, sino el agotamiento de un riguroso estándar de información que les asegure a los accionistas que la autorización no causará ningún perjuicio a la sociedad, ya que, de lo contrario, serán responsables de indemnizarlo.

Algo distinto, es cómo el administrador informa la existencia de dicho conflicto para justificar su ausencia temporal del ejercicio del cargo, como consecuencia del cumplimiento de su deber de abstención; pero para esto no es necesario convocar a la asamblea, ya que solo es necesario activar el régimen de suplencias ante el órgano competente encargado de ordenar o celebrar el acto. Para estos escenarios se justifica la existencia de suplentes (sobre todo en empresas grandes). Esto, con la advertencia de que el principal debe abstenerse de participar totalmente en el acto que le presenta el conflicto de interés, pues el solo hecho de que en su lugar intervenga el suplente no basta para cumplir su deber.

¿Y qué pasa si no existe un régimen de suplencias o los suplentes también están conflictuados? En este escenario excepcional sí se justifica convocar a la asamblea para solucionar el bloqueo del órgano, pero la decisión no tiene que limitarse a buscar la autorización, se puede remover al administrador, designar a un apoderado especial o crear un protocolo de gobierno que evite en el futuro frenar el desarrollo de la empresa por medio de convocatorias innecesarias.

Esta es práctica ante la cual los órganos de fiscalización estatal están siendo pasivos. Solo hay que ver cómo, actualmente, se designan deliberadamente administradores conflictuados con el fin de bloquear las funciones del órgano al que pertenecen, pretendiendo abusivamente, con eso, la intervención de la asamblea de accionistas en decisiones que son propias de los órganos de administración.

De esta manera, la regla general para gestionar un conflicto de interés no es la intervención de la asamblea, sino la abstención del administrador y su reemplazo por un suplente. Que el administrador cumpla o no con dicha abstención es más un problema cultural que normativo que no se soluciona con más normas, sino con mejores elecciones.