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jueves, 29 de junio de 2023

Hace algunos meses, basándose en una acción popular sin fundamento científico válido, se prohibió un insecticida muy utilizado en la agricultura de países tropicales como Colombia, el fipronil. Esta decisión sienta un precedente preocupante para la agricultura nacional y otros sectores de la economía, pues reemplazar las consideraciones de las autoridades regulatorias expertas, que se encargan de validar la seguridad de una molécula – o de cualquier producto – a través de evidencia científica, por supuestos ideológicos poco fundamentados que son llevados ante los estrados judiciales y la opinión pública; puede amenazar el desarrollo de la ciencia en el país.

Este tipo de decisiones, con tendencias prohibicionistas y que generan una excesiva regulación, frena los planes de innovación de las empresas privadas, pues estas se ven limitadas a actuar bajo un principio precautorio que indica que cuando los riesgos de alguna actividad son en alguna medida indeterminados o incomprendidos, se debe asumir el peor escenario posible y evitar tal actividad, impidiendo la revisión científica de dichos riesgos y la toma de decisiones informadas en donde se mitiguen estos, desaprovechando así la oportunidad de contar con herramientas y tecnologías cada vez más innovadoras.

Volviendo al caso concreto del fipronil, debido a una acción popular que integraba señalamientos por incidentes de pérdidas de colmenas de abejas de algunos apicultores, el Tribunal Superior de Cundinamarca, que conformó una Mesa de Trabajo conjunta entre entidades regulatorias y el demandante, ordenó tomar acción contra el insecticida, a pesar de que un estudio ordenado por el mismo Tribunal y realizado por Agrosavia, demostró que los plaguicidas, bajo un uso correcto en distintos cultivos, puede coexistir con la apicultura, sin provocar la muerte ni afectación de las abejas. Además, este estudio evidenció que en Colombia no existe información suficiente para establecer modelos que permitan evaluar la producción apícola.

De igual manera, permitir este tipo de prohibiciones deja la puerta abierta para que se sigan tomando caminos legales, como acciones populares, y difundiendo información sin respaldo científico, obviando la evaluación de las entidades pertinentes y desbaratando décadas de construcción de capacidades en evaluación científica del riesgo por parte de autoridades regulatorias, que permite el uso adecuado de sustancias químicas para la producción agrícola.

Precisamente, está situación es probable que ocurra de nuevo en la Mesa de Trabajo sobre la utilización de los neonicotinoides, que son insecticidas avanzados en su tecnología comparados con otros productos del mercado, en donde se está evaluando su prohibición. Esto, no solo llevaría a que los agricultores del país deban renunciar, sin alternativas claras, al uso de tecnologías que se necesitan teniendo en cuenta las condiciones particulares de los ecosistemas nacionales y las plagas de difícil control a las que son vulnerables distintos cultivos; sino que llevaría al aumento desbordado del contrabando proveniente de países vecinos con los riesgos para productores y operarios que los aplican, además de la reducción de la productividad y rentabilidad esperadas por los productores, llevando al incremento de costos de los alimentos.

En la actualidad, teniendo en cuenta los retos que enfrenta el sector agrícola en el país, no se puede desconocer el esfuerzo de las autoridades, el sector privado, los agricultores y la cadena agrícola y apícola por adoptar mejores prácticas que permiten avanzar hacia una agricultura con mayor sostenibilidad e innovación. El camino no es la prohibición de las tecnologías, entendidas como cualquier herramienta o insumo que se utilice para la protección de cultivos, por temores poco fundamentados, sino diálogos basados en ciencia que permitan la reducción de riesgos y contribuyan al fortalecimiento del sector en el país.