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lunes, 21 de noviembre de 2022

Aunque hoy por hoy el dicho puede parecer odioso por la carga machista que tiene, no deja de ser cierto: No es suficiente ser, también hay que parecer. Y no, no estoy rindiendo culto a las apariencias vacías (tan de moda en estos tiempos de influencers y posers), todo lo contrario. Primero hay que ser y luego, parecer.

Algo tan simple, que termina sonando a discurso de programación neurolingüística o de coach de vida, es absolutamente importante y, además, determinante, en el ejercicio profesional; de ahí que la Ley 1123 de 2007, más conocida como el Estatuto del Abogado, determine cuáles son las incompatibilidades para ejercer la abogacía y además contenga faltas contra la dignidad de la profesión, el decoro profesional, la honradez del abogado y la lealtad con el cliente, entre otras. Del mismo modo, de forma taxativa y precisa la Ley también incluye una serie de inhabilidades que, sin desconocer el principio de buena fe, existen para evitar que se cuestione la idoneidad e imparcialidad de quien ejerce funciones públicas e inclusive el Código General del Proceso dedique todo un capítulo a los impedimentos y recusaciones para quienes administran justicia. Este universo de normas que expresamente establecen los parámetros legales mínimos para el ejercicio profesional, en general, y los estándares del ejercicio en calidad de funcionario que administra justicia en particular no son, de ninguna manera un tema menor.

Se presume la buena fe y que no incurrimos en conflictos de interés y que evitamos estar en situaciones en las que nuestra honorabilidad esté en duda. Informar a nuestros clientes si existe una situación de conflicto de forma oportuna, no asesorar posiciones contrapuestas ni mucho menos asistir a actuaciones judiciales o administrativas en estados alterados de conciencia por uso de sustancias es lo mínimo para los abogados en general y, para quienes administran justicia, en especial, además de lo anterior las reglas especiales sobre impedimentos e inhabilidades permiten que, siempre que haya una circunstancia que pueda afectar su credibilidad acuda a que sean terceros de mayor rango quienes decidan si existe un impedimento o no. Lo ideal, sin duda es que, ante la evidencia de un posible conflicto, quien ejerza justicia, aún confiando en su propia entereza se declare impedido sin que sea necesario que sean las partes quienes así lo denuncien, porque: no sólo es ser sino parecer.

Tristemente hemos visto situaciones grises en las que existen parentescos no revelados ni tramitados como impedimento, árbitros que no revelan íntegramente sus relaciones con las partes dejando un halo de duda sobre su imparcialidad, jueces o magistrados que no mencionan sus relaciones de íntima amistad con alguna parte o sus apoderados y así un sinfín de escándalos en que por muy probo que sea alguien no lo parece al ponerse en una situación de duda por no seguir la máxima del estudiante: “en caso de duda pregunte” o el más extremo “en caso de duda absténgase” de la sabiduría popular. Lamentable, la duda mina la confianza y sin ella lo demás pierde importancia e incluso valor y, frente a algo tan importante como la administración de justicia y el ejercicio de la abogacía, no puede existir sombra alguna.

Lo mismo ocurre nuevamente con los hechos protagonizados por la Juez Vivian Polanía, ya no por las fotos en sus redes sociales personales (que nada de malo tienen) sino ahora por su inadecuada disposición en una audiencia virtual en la que se mostró acostada y sin toga. Puede que la Dra Polanía sea una gran jueza y tenga un sentido de la ley y la justicia superiores, pero verla en una cama sin la toga hace que parezca lo contrario.