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martes, 8 de junio de 2021

Colombia ha sido tradicionalmente considerado un país de abogados. La tendencia litigiosa es abrumadora, el día a día de la administración de justicia transcurre entre expedientes empolvados que llevan años sin llegar a término. La mora judicial no es un producto de la pandemia (aunque lo ha agravado) y sería muy injusto pretender trasladar la responsabilidad sólo a los operadores judiciales, al legislador y sus reformas procesales o, incluso, a los mismos usuarios de la administración de justicia. Al fin de cuentas es indiferente el porqué del atasco judicial. De nada sirve tratar de tratar de buscar el origen o las razones del problema si es poco lo que hacemos por salirle al paso.

Llevamos años tratando de buscar alternativas para superar la congestión judicial y el cuello de botella de la resolución de conflictos. Tenemos leyes que desde 1998 (por lo menos) han buscado mecanismos de toda clase para superar la congestión y la deficiente solución pronta y eficaz de los litigios. Sin mucho éxito, las medidas van desde la inclusión de estudiantes de derecho como personal de apoyo en los despachos judiciales, previo acuerdo dictado por el Consejo Superior de la Judicatura, hasta el reforzamiento de los Mecanismos Alternativos de Solución de Conflictos. Sin contar con las fallidas y preocupantes propuestas de limitación a las acciones de tutela.

Mecanismos como la conciliación prejudicial, por ejemplo, que buscaba mermar la avalancha de litigios que podrían resolverse sin intervención judicial, resultó insuficiente muy a pesar de los conciliadores expertos que no logran convencer a los extremos opuestos de llegar a un acuerdo, no por falta de diligencia sino por la terquedad de las partes. Ese talante conflictivo que empuja a buscar que un tercero sea quien imponga la solución, casi como una suerte de venganza, es lo que en muchos casos lleva al fracaso de las conciliaciones en asuntos civiles, comerciales y de familia. Mientras que, en temas contencioso-administrativos, el panorama no es más alentador. Seguimos enfrascados en la dificultad de justificar el uso o renuncia a recursos públicos en una conciliación que pueda terminar un cuantioso proceso (en términos económicos y de tiempo) para no dar el paso a lograr una solución razonable. En palabras de Séneca: “No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”.

Para ser un país con tantos abogados es muy poca la información con la que los no abogados cuentan para evitar situaciones de conflicto que, en su gran mayoría, responden a un mal entendimiento de sus derechos y los de los demás. Sumado a la carente educación y formación en habilidades blandas tanto de abogados como de no abogados, que permitan escuchar al otro, entender, empatizar, dialogar, negociar y resolver problemas, no crearlos (especialmente no crearlos o agravarlos).

Necesitamos ir más allá y, aunque el cambio no sea inmediato, empezar a construir una conciencia colectiva que nos acerque a la administración de justicia solo cuando sea necesario y no por el simple hecho de poder acudir a ella. No se trata (y lejos estaría yo de proponerlo) de establecer trabas para acudir a los jueces (que también tuvo un fallido intento con la imposición de aranceles judiciales que restaban gratuidad a la justicia), ni mucho menos de considerar la justicia a propia mano ¡eso sí jamás! Se trata de asumir con seriedad y responsabilidad el compromiso de solucionar disputas sin intervención de terceros.