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OPINIÓN

Un Estado, en estado de naturaleza

11 de junio de 2025

Sergio Andrés Morales-Barreto

Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana
Canal de noticias de Asuntos Legales

Colombia atraviesa uno de los momentos políticos más tensos desde la promulgación de la Constitución de 1991. El escenario se agrava por el tono cada vez más confrontacional del Gobierno, se ha llegado al punto de advertir que todo ministro que no firme el decreto será removido, pese a que la exigencia de firma colegiada es una medida que busca evitar la arbitrariedad del presidente. Al mismo tiempo, las ramas del poder han sido retratadas como enemigas de la voluntad popular, desconociendo el principio de pesos y contrapesos que sustenta la democracia constitucional.

A este clima de tensión se suma un hecho doloroso: el atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. Esto representa la tragedia de la violencia política que vive actualmente el país. El atentado contra Miguel Uribe Turbay no solo es un acto atroz contra una persona, también, es una herida directa a nuestra vida democrática. En un contexto en el que se descalifica a quien disiente, en el que se acusa de traición a quienes controlan el poder, el miedo reemplaza el debate y la polarización suplanta la razón. La violencia política no nace de la nada; se alimenta de discursos que promueven la desconfianza institucional y el odio al otro. Precisamente, fue contra este tipo de violencia (la violencia partidista, la exclusión sistemática, el autoritarismo y el odio político, entre otros) que nació la Constitución de 1991. Sus normas no solo consagran derechos fundamentales, acciones y mecanismos de participación, sino también un equilibrio entre poderes, con instituciones diseñadas para evitar que el país repitiera los errores del pasado. Volver a una lógica política de amigo-enemigo, de imposición sin diálogo, es traicionar ese pacto histórico.

¿La democracia necesita límites?

La democracia no puede confundirse con mayorías contingentes ni con el uso retórico del pueblo. Su esencia radica en reglas e instituciones que garantizan la deliberación y el control del poder. Cuando se ignoran los procedimientos y se pretende gobernar por decreto, el sistema democrático se desnaturaliza.

El presidente Gustavo Petro insiste en convocar una consulta popular mediante un decreto, pese a que el Senado negó el aval. Ha sostenido que un fallo judicial obliga a repetir la votación, pero lo cierto es que solo ordenó resolver una apelación ya tramitada. Argumentar que esto le da vía libre para desconocer al Congreso es jurídicamente erróneo y políticamente grave.

En democracia, que el Congreso niegue una propuesta no es un sabotaje. Es parte del equilibrio de poderes. Pretender imponer la consulta por decreto es saltarse ese equilibrio. Las instituciones no existen para bloquear al pueblo, sino para protegerlo del poder sin límites.

Frente a esta tensión, algunos han sugerido que sería útil un control previo de constitucionalidad sobre el decreto. Aunque la Corte ha aclarado que esto no es posible, la inquietud revela algo importante: el sistema necesita respuestas que fortalezcan la legalidad, no que la eludan. Como sostenía Hans Kelsen, el respeto al procedimiento es lo que da validez a la norma. El problema actual no es que las medidas sean populares —porque no lo son—, sino que se presentan como si fueran en beneficio del pueblo.

Instituciones ¿Amigas o enemigas del pueblo?

La pregunta de si las instituciones son amigas o enemigas del pueblo ha sido promovida desde el Ejecutivo para justificar sus acciones. Pero esa visión binaria desconoce el fundamento del constitucionalismo liberal. Como decía David Hume, nadie es lo suficientemente virtuoso para ejercer poder sin controles. Las instituciones no deben ser vistas como enemigas del cambio, sino como sus garantías democráticas.

Cuando el poder actúa sin respetar las reglas, se instala una lógica peligrosa: imponer en lugar de deliberar, castigar en lugar de dialogar. Joseph Raz advertía que la autoridad es legítima cuando proporciona razones para obedecer. Las amenazas a ministros o la manipulación del lenguaje jurídico no ofrecen razones, imponen miedo.

Lo mismo señalaba H.L.A. Hart: sin reglas que permitan modificar el derecho conforme a procedimientos, la ley se reduce a mandatos caóticos. En ese escenario, volvemos a un estado de naturaleza en el que manda la fuerza. No estamos ante un tecnicismo, sino ante la defensa misma del orden democrático.

¿Un atentado que hiere la democracia?

El atentado contra Miguel Uribe Turbay no solo es un acto atroz contra una persona, también es una herida directa a nuestra vida democrática. En un contexto en el que se descalifica a quien piensa diferente, en el que se acusa de traición a quienes controlan el poder, el miedo reemplaza el debate y la polarización suplanta la razón. La violencia política no nace de la nada; se alimenta de discursos que promueven la desconfianza institucional y el odio al otro.

La separación de poderes no está diseñada para impedir la voluntad popular, sino para protegerla del abuso. Que el Congreso niegue una propuesta del Ejecutivo no es un sabotaje; es parte del funcionamiento democrático. Colombia necesita volver a la cordura constitucional. Defender las instituciones no es elitismo, es proteger la posibilidad de vivir en un país con reglas claras, donde el poder no dependa de los ánimos del momento. Sin instituciones sólidas y sin límites claros, la libertad se vuelve frágil, y puede desaparecer con un decreto.

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