La primera vez, estuve 11 minutos al teléfono, obligado a escuchar una máquina que repite cada minuto los mismos mensajes, siendo el más reiterativo y molesto el que dice “su llamada es muy importante para nosotros”, texto que se repite seis veces cada minuto, intercalado con otro que dice, con una fanfarria de fondo, “pregúntale a nuestros asesores cómo adquirir más de 150 canales”, rematando con una gran frase de cierre: “ETB… donde quieres estar”.
Mientras oía, me preguntaba: ¿Si al menos de verdad pudiera acceder a un asesor para preguntarle cualquier cosa? En un segundo intento, estuve al teléfono durante 17 minutos, sin posibilidad de llegar a hablar al asesor, hasta que desistí de la llamada. Luego, decidí pedirle a otra persona que me ayudara a comunicarse con ellos para solicitar la cancelación del servicio. Cuando logró contactarse con el asesor, el nuevo objetivo se frustró por completo porque le dijeron que la llamada la tenía que hacer yo, como titular del servicio, en lo que algo de razón tenía.
No tengo nada contra la ETB, Traigo esta historia a colación a manera de ejemplo, de cómo no debe actuar una empresa en lo que se refiere al respeto de los derechos del consumidor. La ley 1480 de 2012 fue un gran logro legislativo en cuya gestación tuve el orgullo de intervenir, cuando trabajaba como superintendente de Industria y Comercio.
Dicha ley transformó por completo el derecho del consumidor colombiano, creando instituciones más sólidas y más claras para regular la relación desigual y desbalanceada que existe entre las empresas y los consumidores de servicios o productos.
El desarrollo de figuras como el derecho de retracto, la garantía legal o la protección contractual se le deben a este estatuto. Igualmente, se dio un gran salto en la protección frente a cláusulas abusivas y en las transacciones que se hacen a través del comercio electrónico.
La ley contempla el deber de los productores de entregar información veraz. Esto se refiere a que las empresas tienen que apegarse rigurosamente a la realidad del servicio que ofrecen. Por eso, retomando el ejemplo de esta columna, me pregunto: ¿A quién se le ocurre reiterar hasta el cansancio que “su llamada es muy importante para nosotros”? Y, acto seguido, ponerlo a uno a esperar sin compasión, soportando una ruidosa y patética grabación. ¿Qué tal si mi llamada no fuera “muy importante”? ¿me pondrían a esperar, tal vez, un par de horas?
Ahí está el quid del derecho al consumidor: al comerciante no le está permitido hacer anuncios u ofertas especulativas o mentirosas, generar expectativas que no pueda cumplir ni señalar como propias características que en realidad no tiene el producto.
Esta situación me hace recordar una conversación que sostuve con varios concesionarios de carros que andaban molestos por nuestra línea de trabajo en la Superintendencia y me decían, que no existen en el mercado vehículos perfectos, exentos de la posibilidad de fallas mecánicas, como, según ellos, parecía suponerlo la entidad. Yo les contestaba que si así era, entonces no hicieran anuncios publicitarios como si los carros fueran máquinas virtuosas a prueba de errores. En ese sentido, no podemos olvidar que la calidad no es un concepto absoluto sino que está asociado con lo que se anuncia.
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