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sábado, 6 de julio de 2019

Me pregunto en qué cambia la vida de un ciudadano a quien le roban sus cosas si a los magistrados de las altas cortes los investiga un tribunal especial en vez de la Comisión de Acusaciones de la Cámara, o de qué manera los jueces colombianos pueden hacer mejor su tarea si se cambia el nombre de quien administra el presupuesto de la rama judicial. Quizá los cambios sobre estos temas, que han sido siempre los temas de las últimas propuestas para reformas la justicia en Colombia, impacten en algunas cosas, pero, con honestidad, en nada resuelven los problemas de la justicia que afectan a las personas de a pie.

La nueva reforma a la justicia que se discuta deberá contener asuntos que en realidad tengan un en el mejoramiento del sistema judicial colombiano, para que los ciudadanos confiemos en él. Son múltiples las cosas que se pueden hacer para lograr esto; tal vez son estrategias que parecen pequeñas o no significativas, pero que en realidad tendrían un impacto bien importante.

En primer lugar, vale la pena trabajar con seriedad en el uso las nuevas tecnologías en el sistema judicial. No solo los expedientes en papel deberían ser ya parte de la historia del Derecho, sino que los ciudadanos deberían poder resolver sus conflictos en línea, sin necesidad de comparecer a desgastantes y largas diligencias judiciales. La presentación digital, con la respectiva firma electrónica, de memoriales, demandas, recursos ya debería ser una realidad. Las herramientas tecnológicas para todo esto ya están disponibles.

En segundo lugar, la reforma a la justicia debería enfocarse con detalle de cuestiones de los distintos procedimientos, que de verdad solo dilatan la decisión final de los jueces, la verdadera realización de justicia. Por ejemplo, en el caso del procedimiento penal, como lo dije en el pasado en estas mismas páginas, sigo sin entender cuál es la razón de ser de la audiencia de imputación; la comunicación que con ella se pretende se hace sin inconvenientes con la acusación, la medida de aseguramiento o, como al menos se contemplo para el procedimiento abreviado, mediante un sencillo escrito que la Fiscalía le comunica al investigado. Deberían también eliminarse esas audiencias donde solamente se leen sentencias; en esos escenarios la oralidad no contribuye a la celeridad sino, por el contrario, a la ineficiencia de la administración de justicia. En ese sentido, la reforma a la justicia debe hacer reflexionar muy bien hasta qué punto la oralidad sí ha sido una verdadera contribución al mejoramiento del sistema de administración de justicia.

No se puede dejar de mencionar el más que necesario cambio de hábitos de los actores del sistema judicial. No es posible que siga siendo admisible la retórica innecesaria en las audiencias judiciales; no es admisible que haya funcionarios y abogados que en vez de concentrarse en el problema jurídico del caso y resolverlo, sigan invocando sin sentido referencias históricas o cuestiones abstractas que nada tienen que ver con el asunto en debate. No puede seguir siendo admisible que las decisiones judiciales sean respetadas por lo farragosamente extensas y no por concentrarse en el punto de derecho a resolver e indicar con claridad y rápidamente la decisión adoptada. Es inconcebible que la segunda instancia y los recursos extraordinarios a veces tomen más tiempo que la primera instancia de los casos.

En últimas, los problemas del ciudadano común no se resuelven con un tribunal especial para aforados o cambiando el nombre de la institución que administra los recursos de la justicia; la gente necesita que sus conflictos se solucionen de forma ágil y fácil. El fracaso de múltiples propuestas de los últimos años para reformar la justicia, además de razones meramente políticas, se debe a que se han enfocado en cosas que carecen de un impacto real en el modo de administrar justicia en el país. El día a día de la justicia y los ciudadanos debe ser el eje de la nueva reforma a la justicia.