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  • Fabio Humar J.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Se habla de un nuevo paro judicial. Sotto voce se fijan fechas y se estipulan peticiones. Ya se empieza a oír “Asonal, presente, presente, presente”. No es nuevo para esta época; cada tres o cuatro años, se declara el cese de actividades judiciales. Ha pasado muchas veces. Ya es costumbre secundum legem, dirían los comercialistas.

He reflexionado sobre este nuevo paro, y debo decir que no logro fijar mi posición. Por principio, no me gustan los paros, ni los sindicatos que algunas veces sin pudor, constriñen y amedrantan. Y soy partidario, hasta lo más profundo, que la justicia es un derecho fundamental que nunca debe cesar.

Pues bien, lo anterior representa una parte, muy fuerte y arraigada, en mí. La otra, que la siento extraña, pero de alguna forma auténtica, es que apoyo el paro.

No he logrado “armar” una argumentación sólida sobre este punto, pues la parte reflexiva me dice que no está bien parar la justicia.

Pero la otra parte, que para este artículo llamaré la parte emocional, me dice que son justas las protestas. Que es apenas justo, que es equitativo, solicitar unas mejoras en las condiciones actuales de la prestación del servicio de justicia.

¿Ha mejorado la justicia en Colombia en los últimos 20 o 25 años? Sin duda. Nadie puede negar eso. Pero la justicia de hoy está muy lejos de ser una justicia pronta, eficiente y, sobre todo, digna.

Y es a esto último que me quiero referir, y que dicho sea de paso es lo que me motiva a apoyar las reclamaciones de los funcionarios de la rama judicial: acá la justicia, hace años, perdió su majestad, su dignidad. Cada vez es más frecuente ver a los jueces amedrentados. Hay, incluso, videos de personas que arremetan a golpes y escupitajos al juez.

El juez, y la justicia, hace rato perdieron el respeto. Triste. Y peligroso, porque donde no hay majestad de la justicia, florece la anarquía.

Entrar a los juzgados y fiscalías en nuestro país es uno de los ejercicios más lamentables y dolorosos que uno pueda hacer. No hay nada, y cuando diga nada es nada, de lo que uno pueda sentirse orgulloso en la administración de justicia. Aclaro, desde luego, que hay personas absolutamente entregadas a su misión; hombres y mujeres que son héroes. Pero precisamente por ellos, es que da más dolor ver las cosas como están.

Funcionarios con cargas brutales de trabajo, que parecen más una tortura que una labor.

Infraestructura apenas digna de una prisión, y prisiones dignas de uno de los círculos del infierno.

Basta con ir al “Palacio de Justicia” de Puerto Carreño, o a la “complejo judicial” de Zipaquirá, para ver que este país ya no tiene un gramo de dignidad ni aprecio, ni respeto, por sus jueces. Tampoco por sus ciudadanos.

Nada funciona. Para 2017 se aplazaron casi 500.000 audiencias. 500.000.

Resulta difícil apoyar las reivindicaciones de los trabajadores de la rama judicial, máxime si se usa el cese de actividades como mecanismo de presión, pero algunas veces - y creo que esta es una de ellas - en las que lo difícil es no apoyar. Quizá todos debemos apoyar.

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