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  • Fabio Humar J.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Fui un convencido de que el Fiscal General de la Nación debía ser penalista.

¿Qué otra cosa se podía pensar de la cabeza de la entidad que tiene a su cargo la instrucción criminal del país?

Así como cuando un enfermo espera ser atendido por un graduado de medicina, era de suponer que el señor - o señora- que trazaba los lineamientos de la política criminal del estado era un profesional que sabía de derecho penal: Sabía dónde quedaban las cárceles y conocía bien la problemática de los juzgados de garantías. En fin.

Pero cambié de opinión. Nos fue tan mal cuando hubo penalista en el cargo que ahora pienso que el Fiscal General puede ser penalista, pero idealmente debe tener su experticia en otras ramas del derecho.

¿Cuáles son las razones?

La primera son los conflictos de interés. Todo penalista llegará con un pasado en el que habrá representado o asesorado a varios clientes. Entre mejor sea y más recorrido profesional tenga el penalista, más conflictos de interés tendrá. Piénsese por un momento en un abogado que hubiera conceptuado en el caso Odebrecht; eso ya bastaría para poner un manto de duda en su gestión e independencia. Ni qué decir de haber representado judicialmente a un involucrado en ese caso.

La segunda razón es el futuro laboral del Fiscal General una vez salga de su cargo. Si, por ejemplo, el fiscal llega de 58 o 60 años al cargo, saldrá de 64 y estará en el zenit de su profesión. La tentación de portarse bien con algunos para cobrar réditos después es muy grande. También lo es la tentación de. Desde el cargo, castigar a sus enemigos de litigio.

La tercera, y quizá la más importante de todas es que saber y tener conocimiento no siempre es una virtud, ni mucho menos una ventaja. Luego de varios de litigio he llegado a una conclusión sólida: la ignorancia en ciertos temas es una bendición.

Y no lo digo por el adagio de que la ignorancia es felicidad. Lo digo porque no saber permite aprender.

Quizá para algunos cargos se necesita una dosis, pequeña, de ingenuidad e ignorancia. No me refiero, desde luego, a ser ignorante en materias básicas, pero el cúmulo de saberes de una profesión u oficio - penalista para este caso- a veces puede paralizar.

Son tantas las ideas que el experto tiene, tan ambiciosos los cambios que quiere proponer, que puede entrar en parálisis por exceso de análisis. Este efecto se conoce como efecto Netflix: hay tanto que hacer - tanto que ver- que pasamos horas escogiendo lo que haremos más adelante.

Horas y horas decidiendo lo que haremos en un futuro, sin hacer nada en el momento actual.

Quizá el Fiscal General no deba ser penalista, pero, y esto lo pienso en este momento.

¿Qué pasaría si no fuera abogado? ¿Qué pasaría si fuera un politólogo muy avezado en temas de conflicto? ¿Sería imposible pensar en un fiscal que fuera un gran y ducho administrado?

En fin, es posible que estas sean algunas disquisiciones propias de esta época.

Pero, eso sí, de algo estoy seguro y es que debe haber fiscal general en propiedad lo más pronto posible. Es una vergüenza que ávidos de justicia como estamos, llevemos siete meses de interinidad en la Fiscalía General de la Nación.

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