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sábado, 8 de junio de 2019

El emerger de la economía colaborativa nos ha puesto a hablar a todos sobre competencia y prácticas restrictivas. La existencia de mercados libres, en los que haya una participación dinámica y creciente de agentes económicos es una premisa de nuestro sistema económico. Se aleja del objeto de las normas sobre libre competencia el establecer barreras de acceso a los agentes interesados en ofrecer sus bienes y/o servicios, pues su fin ulterior es resquebrajar las barreras artificiales de acceso a las que los diferentes agentes pueden enfrentarse, para extender al consumidor beneficios devenidos de la elección libre del bien y servicio que ha de satisfacer su necesidad.
Las “molestas” normas que reprochan las prácticas anti concurrenciales están llamadas a mantener en equilibrio los intereses particulares de los agentes económicos que suelen yuxtaponerse con el interés general: la salvaguarda del mercado. Para contrarrestar la tensión antes referidas, nuestro legislador adoptó un conjunto de normas que reprochan aquellas conductas que tengan por objeto o como efecto limitar la libre concurrencia, que suelen ser segmentadas en tres grupos, atendiendo a ciertas circunstancias del sujeto que las despliega.
Al primero pertenecen los acuerdos anticompetitivos, los famosos carteles, en los que dos o más agentes que participan del mercado, conciertan conductas que lo alteran al eliminar la rivalidad económica desde estructuras horizontales o verticales. Al segundo pertenecen los actos restrictivos, en cuyo caso, un sujeto que participa en el mercado, desencadena conductas unilaterales que afecta el mercado.
En el último grupo están contenidas las conductas de abuso de la posición de dominio, circunstancia que solo tiene lugar cuando un agente, que ostenta tal calidad dado su éxito económico, se aleja de los especiales deberes concurrenciales que le son impuestos con ocasión de su capacidad para alterar unilateralmente el mercado, a la buena fe y a la lealtad negocial. Es necesario resaltar que nuestro legislador no “castiga” al empresario exitoso que logra, legítimamente, consolidar una posición de dominio, lo que se proscribe es que ese agente, una vez consolidada su posición de mercado, abusé de ella para alterar artificialmente las reglas de competencia.
Ahora bien, el “molesto” derecho de la competencia se aleja de la concepción jurídico-mercantil que define como sujeto destinatario al comerciante-empresario, acogiendo, en su lugar, un criterio funcional en el que converge cualquier persona natural o jurídica, de derecho público o privado, sin distingo de la forma jurídica adoptada, que desencadene conductas concurrenciales o tenga la potencialidad para desencadenarlas, pudiendo con estas alterar el comportamiento natural del mercado, sin que sea relevante los sectores o las actividades desarrolladas.
Las “molestas” normas otorgan a la Superintendencia de Industria y Comercio -SIC- la función de inspección y vigilancia, quien ha venido haciendo un gran trabajo en defensa del mercado, sancionado a los grandes conglomerados que encontraron en las prácticas restrictivas un caldo de cultivo para eliminar costos de transacción -pañales, papeles, combustibles, etc-. Esa autonomía e independencia de la SIC molesta e incómoda a esos agentes y a otras autoridades -algunas cuya labor se ve opacada por sus vínculos contractuales anteriores a la designación como funcionario- pero no podemos olvidar que, al final del día, todos terminamos siendo consumidores, destinatarios de esas conductas reprochables.