Las criptomonedas nacieron con la promesa de descentralizar el sistema financiero, ofrecer seguridad en las transacciones y garantizar cierto grado de anonimato a los usuarios, esta característica, que resulta atractiva para millones de personas, se ha convertido también en un problema para los sistemas de justicia penal, pues dificulta la persecución de delitos como el lavado de dinero, la extorsión digital y el fraude.
Aunque la tecnología blockchain registra todas las operaciones y en teoría permite seguir el rastro de cada movimiento, la información está asociada a direcciones alfanuméricas y no directamente a la identidad de una persona. Esto crea un escenario híbrido: las transacciones son públicas y transparentes, pero el verdadero titular de los fondos puede permanecer oculto tras billeteras virtuales, mezcladores de criptomonedas o plataformas radicadas en jurisdicciones con regulaciones laxas.
¿Están preparadas las fiscalías y policías para rastrear criptomonedas o se requiere una reforma con mayor capacitación y cooperación internacional?
Para las fiscalías y cuerpos policiales, esta situación representa un desafío mayúsculo. Identificar al responsable de un delito requiere no solo conocimientos técnicos avanzados, sino también cooperación internacional y colaboración de los exchanges, algunos de los cuales operan con poca o nula supervisión. Sin estas herramientas, los delincuentes encuentran en el anonimato relativo de las criptomonedas un refugio eficaz. Un aspecto particularmente polémico es el surgimiento de las llamadas privacy coins (como Monero o Zcash), diseñadas para maximizar la opacidad de las transacciones. A diferencia del bitcoin, cuya trazabilidad ha permitido resolver algunos casos penales, estas criptomonedas añaden capas de encriptación que prácticamente bloquean la investigación, esto obliga a replantear si el diseño mismo de ciertos activos digitales constituye un riesgo inherente para el sistema jurídico. Asimismo, el uso de criptomonedas en el ransomware se ha convertido en un fenómeno global, grupos criminales en distintas partes del mundo exigen pagos en activos digitales a cambio de liberar sistemas informáticos secuestrados, afectando tanto a particulares como a hospitales, bancos y hasta infraestructuras críticas, el anonimato relativo de las transacciones es lo que hace viable este modelo delictivo, que ya es considerado por varios organismos internacionales como una de las mayores amenazas a la seguridad digital.
¿Deben los Estados sacrificar parte del anonimato que caracteriza a las criptomonedas para garantizar la trazabilidad penal?
Mientras que algunos países han impuesto obligaciones de identificación y reporte a las plataformas, otros mantienen un enfoque más flexible que podría favorecer la innovación, pero que deja espacios abiertos a la criminalidad. El futuro inmediato exige encontrar un punto de equilibrio entre libertad financiera y control legal, si bien el anonimato absoluto puede ser funcional para la privacidad, también facilita la impunidad, de ahí la importancia de que el derecho penal, junto con la regulación financiera, evolucione para enfrentar los retos de esta nueva economía digital sin sofocar sus ventajas legítimas.
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