Las elecciones de Congreso y Presidencia en Colombia, previstas para 2026, se desarrollarán en un escenario regional de creciente preocupación por la calidad de las democracias representativas. Esta inquietud no es teórica, la República de Guatemala ha solicitado una Opinión Consultiva a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que determine los estándares jurídicos necesarios para proteger la democracia ante amenazas digitales, desinformación y abusos de poder institucional.
El entorno digital ha modificado la forma en que los ciudadanos se informan, deliberan y eligen. La expansión de la inteligencia artificial, la propaganda segmentada, el activismo algorítmico y la ambigüedad entre expresión individual y estrategia electoral plantean dudas sobre la integridad del proceso democrático.
¿Sigue existiendo deliberación cuando los algoritmos deciden qué vemos?
La democracia parte de un principio sencillo pero esencial; la ciudadanía elige a sus representantes mediante un proceso racional, plural y deliberativo. Este ideal supone que el juicio político se forma en condiciones de libertad, información y diálogo público, no como resultado de reacciones inducidas por algoritmos. Sin embargo, las redes sociales han alterado este esquema. Al priorizarse ciertos contenidos electorales se puede distorsionar el acceso a la información, favorecer la desinformación y amplificar voces con alta capacidad de influencia sin control ni rendición de cuentas.
Así, la elección deja de ser un ejercicio de deliberación y se transforma en una competencia por captar atención en redes sociales, dominada por dinámicas virales que priorizan el impacto emocional, la brevedad y la replicabilidad, en lugar del debate plural y razonado propio de una democracia deliberativa. En este contexto, emerge una tensión entre libertad de expresión y democracia. Pero como ha sostenido la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la libertad de expresión es “la piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática” y resulta “indispensable para la formación de la opinión pública” (OC-5/85 y OC-22/16).
Cuando los algoritmos condicionan lo que la ciudadanía ve, lee o escucha, la capacidad de formar un juicio libre y plural se debilita. El resultado no es solo un proceso electoral desequilibrado, sino una degeneración del principio representativo que sustenta el orden democrático. Según la Carta Democrática Interamericana (arts. 2 y 3), la democracia representativa se basa en elecciones libres y justas, pero también en el respeto a los derechos humanos, la separación de poderes y el acceso equitativo a la información. Sin deliberación, estos principios pierden sentido y la representación política se vacía de contenido.
¿Puede deliberar una ciudadanía expuesta a campañas automatizadas?
La inteligencia artificial ha ampliado las capacidades de microsegmentación electoral, permitiendo construir perfiles emocionales y dirigir mensajes con precisión estratégica. Aunque estas prácticas pueden formar parte del marketing político, su uso automatizado y opaco tiende a inducir respuestas predecibles, desplazando la reflexión por estímulos algorítmicos.
La Recomendación de la UNESCO sobre la Ética de la IA (2021), adoptada por Colombia, afirma que estas tecnologías deben estar subordinadas a la voluntad humana y orientadas al bien común. Por su parte, el Sistema Interamericano sostiene que la democracia exige una interacción plural y deliberativa, no la simple administración de preferencias individuales (OC-8/21). Si las campañas se automatizan sin regulación, lo que se erosiona es el papel ciudadano en la construcción del juicio político.
¿Cuándo los discursos digitales dejan de ser expresión libre y se convierten en estrategias de influencia opaca?
Uno de los retos clave del entorno digital-social no es la propaganda en sí —que también constituye una forma legítima de expresión política— sino la opacidad con que ciertos discursos se difunden. Las redes sociales han dado lugar a formas de influencia que no siempre son espontáneas ni responden a una participación auténtica. Publicaciones políticas —difundidas por influencers, artistas o simpatizantes— pueden parecer expresión individual, pero en algunos casos ocultan coordinación, fines estratégicos o beneficios indirectos que distorsionan la equidad electoral.
El Tribunal Electoral mexicano (TEPJF) ha desarrollado la presunción de espontaneidad, según la cual toda intervención electoral se presume libre y protegida por el artículo 13 de la Convención Americana, salvo prueba en contrario. Esta doctrina, reafirmada en el caso SUP-JRC-143/2021, protege el activismo digital, pero exige mayor escrutinio cuando se trata de actores con alto poder de influencia. Allí, la espontaneidad se debilita y debe evaluarse si existen indicios de coordinación, lucro o alineación estratégica.
Distintas jurisdicciones han comenzado a abordar estos temas. En Estados Unidos, el Honest Ads Act propone exigir transparencia en la publicidad política digital, incluyendo la divulgación del patrocinador. En la Unión Europea, el Reglamento (UE) 2024/900 sobre segmentación de la publicidad política busca apoyar un debate abierto y justo. Estos modelos muestran que la espontaneidad digital no puede asumirse sin reservas cuando lo que está en juego es la integridad de la deliberación democrática.
¿Dónde termina la información oficial y empieza la intervención política?
En la Sentencia T-149 de 2025, la Corte Constitucional de Colombia estableció que los congresistas no pueden bloquear a ciudadanos en redes sociales cuando estas se usan para divulgar asuntos relacionados con su función pública. Años atrás, el expresidente Iván Duque fue cuestionado por bloquear a contradictores desde su cuenta de Twitter, pese a que la utilizaba con fines institucionales. En Estados Unidos, la jueza Naomi Reice Buchwald determinó que el presidente Donald Trump vulneró la Primera Enmienda al bloquear a usuarios desde su cuenta @realDonaldTrump, al considerar que funcionaba como canal oficial de comunicación gubernamental.
Estos casos muestran que la línea entre información institucional y activismo político se desdibuja especialmente en redes, donde gobernantes utilizan cuentas personales y oficiales de forma indistinta. El artículo 23 de la CADH garantiza no solo el derecho a votar y ser elegido, sino también a participar en condiciones de igualdad frente al poder estatal. Como ha sostenido la Corte IDH, los Estados no pueden convertirse en un actor más de la contienda. La neutralidad institucional es una condición estructural de la deliberación democrática, y su vulneración compromete la legitimidad del proceso.
¿Qué queda de la democracia deliberativa en tiempos de algoritmos?
Los desafíos que impone el entorno digital a la democracia no son técnicos ni circunstanciales; son estructurales. Cuando la representación se vacía de deliberación, la ciudadanía deja de ser autora de su destino político. Frente a campañas automatizadas, propaganda encubierta y uso político de la institucionalidad, necesitamos fortalecer marcos normativos que preserven el carácter deliberativo de la democracia representativa. El Sistema Interamericano y los Estados están llamados a responder con estándares que reconozcan que la soberanía no reside en los datos ni en los clics, sino en el pueblo capaz de decidir libremente. El reto es recordar que la democracia no consiste en contar votos, sino en sumar razones, voces y garantías para elegir.
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